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LA ARMADA Y LA PATAGONIA

Cuando la soberanía se construyó a remo, bandera y coraje


La Patagonia no fue un obsequio de la geografía ni una cláusula amable de la diplomacia. Fue una conquista silenciosa, lenta y peligrosa, hecha a fuerza de presencia y persistencia. Durante gran parte del siglo XIX, aquel territorio inmenso era más una incógnita que una certeza: mapas incompletos, costas mal relevadas, ríos sin nombre y un vacío de poder que encendía la ambición de potencias extranjeras. Allí donde el papel no alcanzaba y la ley era apenas una intención, comenzaba el verdadero juego de la soberanía.


En ese escenario inhóspito, antes de que el Ejército avanzara por tierra o que el Estado pudiera fundar pueblos, la Armada Argentina fue la primera presencia efectiva y permanente de la Nación en el sur. No llegó con proclamas ni con discursos: llegó con barcos, con tripulaciones, con bandera izada y permanencia sostenida. Llegó para estar.


Mientras Buenos Aires debatía presupuestos, tratados y fronteras en los salones del poder, en el extremo austral se jugaba algo mucho más elemental y definitivo: estar o no estar. Y en política internacional —como en el mar abierto— hay una regla que no admite matices: el que no está, pierde.

 

Un sur codiciado y vulnerable (1820–1870)


Tras la independencia, la Argentina heredó un territorio vasto pero frágilmente controlado. La Patagonia, en particular, era menos una región integrada que un espacio abierto, observado con atención por Gran Bretaña, Francia y Chile. Su valor no residía solo en la tierra, sino en el mar que la rodeaba: rutas de navegación, recursos naturales y pasos estratégicos que conectaban océanos.


En 1833, el Reino Unido ocupó las Islas Malvinas, fijando un precedente decisivo en el Atlántico Sur. No fue un episodio aislado ni un gesto improvisado: fue una advertencia clara. Allí donde no hubiera presencia efectiva, otra bandera podía imponerse sin resistencia.


Chile, por su parte, comprendió tempranamente esa lógica. El 30 de octubre de 1843, fundó Fuerte Bulnes a orillas del Estrecho de Magallanes, bajo el mando del marino Juan Williams Wilson. El objetivo fue explícito y estratégico: asegurar el control del paso bioceánico antes de que lo hicieran otras potencias europeas o la propia Confederación Argentina. Aunque el fuerte fue abandonado en 1848 por sus durísimas condiciones de vida, su población fue trasladada y dio origen a Punta Arenas, consolidando una presencia chilena permanente en el extremo austral.


Mientras tanto, en la Patagonia oriental y en el Atlántico Sur, la soberanía argentina seguía siendo apenas nominal. Buques balleneros y mercantes extranjeros navegaban sin restricción por las costas, explotaban recursos, comerciaban y auxiliaban —o abandonaban— a los náufragos según su conveniencia. No había puertos organizados, no había faros, no había autoridades estables. El Estado argentino, simplemente, no estaba.


Como advirtió el historiador Tulio Halperín Donghi, “la soberanía en los espacios de frontera no se hereda: se ejerce”. En la Patagonia, ese ejercicio no comenzó con tratados ni con leyes, sino por mar, a través de la presencia naval sostenida. Porque en los confines del mundo, estar era —y sigue siendo— la forma más concreta de gobernar.

 

Luis Piedra Buena y la soberanía en movimiento (1849–1878)


Uno de los nombres centrales de esta historia es Luis Piedra Buena (1833–1883). Marino civil en sus comienzos y oficial de la Armada más tarde, comprendió antes que muchos dirigentes de su tiempo que la Patagonia no se defendía desde los despachos de Buenos Aires, sino habitándola, recorriéndola y sosteniéndola con presencia permanente. Para Piedra Buena, la soberanía no era una abstracción jurídica: era una práctica cotidiana.


A bordo de su goleta Nancy, luego rebautizada Espora, navegó de manera sistemática la costa patagónica, las islas del Atlántico Sur y la Isla de los Estados, en un tiempo en que esos mares eran transitados casi exclusivamente por buques extranjeros. No actuaba como explorador romántico ni como aventurero aislado, sino como agente práctico de soberanía, adelantándose muchas veces a la propia acción estatal.


Su itinerario de hechos concretos es elocuente:


  • 1849: rescate de náufragos en la Isla de los Estados, en una zona temida por su peligrosidad y abandono.

  • 1850: transporte de ganado argentino a las Islas Malvinas, como forma temprana de afirmar presencia económica y nacional.

  • 1859: establecimiento permanente en isla Pavón (Santa Cruz), uno de los primeros asentamientos argentinos estables en la región.

  • 3 de noviembre de 1869: izamiento de la bandera argentina en el arroyo Genoa (Chubut) junto al cacique tehuelche Casimiro Biguá, en un acto de enorme trascendencia política.


Biguá fue reconocido por el Estado argentino como teniente coronel del Ejército y defensor de los territorios nacionales, en un gesto de integración política inédito para la época. El historiador Ernesto Celesia sostuvo que “la alianza Piedra Buena–Biguá fue uno de los actos más eficaces de afirmación soberana en la Patagonia oriental”. Integrar a los pueblos originarios no fue solo un gesto humanitario: fue una estrategia política inteligente, que permitió afirmar presencia argentina y frenar el avance chileno desde el oeste sin recurrir al conflicto armado.


Así, antes de que existieran gobernadores, municipios o líneas fronterizas claras, Piedra Buena convirtió su navegación en una forma de gobierno. La soberanía, en sus manos, se movía.

 

Rescates, naufragios y presencia humana


Los mares del sur eran una trampa mortal. La Isla de los Estados, el Cabo de Hornos y las costas de Santa Cruz concentraban algunos de los pasos más peligrosos del mundo: corrientes traicioneras, temporales constantes, arrecifes ocultos y un frío que no perdonaba errores. Decenas de barcos —en su mayoría extranjeros— naufragaban cada año en esas aguas, dejando tripulaciones libradas a la suerte en uno de los confines más hostiles del planeta.


En ese escenario de abandono, Luis Piedra Buena protagonizó innumerables rescates, sin preguntar nacionalidad ni bandera. Auxilió marineros británicos, alemanes, estadounidenses y de otras procedencias, muchas veces poniendo en riesgo su propia vida y la de su tripulación. Allí donde no había consulados, hospitales ni autoridades, había un barco argentino.


Estas acciones le valieron condecoraciones de la reina Victoria del Reino Unido y del emperador alemán, pero su significado fue mucho más profundo que cualquier reconocimiento diplomático. Cada rescate fue también un acto de soberanía: la Argentina estaba presente cuando nadie más lo estaba. No como potencia agresiva, sino como Estado responsable, capaz de ejercer autoridad, auxilio y permanencia.


Como escribió Francisco Pascasio Moreno, “la acción humanitaria en el sur fue también una acción política”. En términos geopolíticos, la lección es clara: la constancia pesa más que la fuerza ocasional. La bandera que se ve todos los días termina valiendo más que el cañón que aparece de vez en cuando.

 

La Armada institucional y la fundación de ciudades (1880–1900)


A partir de la década de 1880, el Estado nacional comprendió que la soberanía no podía seguir dependiendo de acciones individuales o esfuerzos aislados. Era necesario institucionalizar la presencia, transformar la ocupación en administración y la navegación en gobierno. En ese proceso, la Armada Argentina fue la herramienta central para fundar, sostener y proteger los primeros núcleos urbanos patagónicos. Antes de que existieran caminos, ferrocarriles o redes administrativas, el mar era la única vía posible, y los buques de la Armada actuaban como verdaderas extensiones del Estado.


Ushuaia (1884): soberanía frente a la ocupación extranjera


El caso de Ushuaia es el más elocuente. Antes de la llegada efectiva del Estado argentino, la región estaba ocupada por misiones evangelistas anglicanas de origen británico, en particular la South American Missionary Society, establecida en la zona desde mediados del siglo XIX. Estas misiones, si bien tenían un objetivo religioso, funcionaban en los hechos como presencias permanentes extranjeras en un territorio sin autoridad argentina efectiva, en contacto directo con los pueblos originarios y con capacidad de influir política y culturalmente.


Frente a ese escenario, el Estado argentino decidió actuar. En 1884, el comodoro Augusto Lasserre encabezó una expedición naval a bordo de la corbeta ARA Uruguay. La misión fue clara: afirmar la soberanía argentina en el Canal Beagle y en Tierra del Fuego. Se estableció formalmente la Subprefectura Marítima, se izó la bandera nacional y se fijó una autoridad permanente. Ushuaia no nació como un crecimiento espontáneo, sino como un acto naval y político deliberado.


La Armada no solo llevó funcionarios y efectivos, sino también infraestructura, abastecimiento y control marítimo, sentando las bases de la ciudad y neutralizando cualquier intento de consolidación extranjera. A partir de ese momento, Ushuaia pasó de ser un enclave misionero a convertirse en ciudad argentina bajo jurisdicción efectiva.


Río Gallegos (1885): capital sostenida por el mar


La fundación de Río Gallegos, el 19 de diciembre de 1885, respondió a la necesidad de establecer una capital efectiva para el Territorio Nacional de Santa Cruz. La ubicación no fue casual: el estuario del río ofrecía abrigo natural y acceso marítimo, en una región donde la comunicación terrestre era prácticamente inexistente.


Durante sus primeros años, Río Gallegos dependió casi por completo del apoyo logístico de la Armada. Buques navales transportaron autoridades, materiales, víveres, correspondencia y pobladores. La Armada garantizó la conexión con Buenos Aires y con otros puntos del litoral patagónico, actuando como columna vertebral del asentamiento.


Sin esa presencia naval constante, la ciudad habría sido inviable. El historiador Félix Luna lo expresó con claridad: “sin la Armada, el poblamiento patagónico habría sido impracticable en el siglo XIX”. Río Gallegos no fue solo fundada: fue sostenida por el mar.


Puerto Deseado: ciencia, control y poblamiento


Puerto Deseado no nació de un decreto aislado, sino de una política naval sostenida de reconocimiento y control del litoral atlántico. Desde fines del siglo XIX, la Armada utilizó el puerto como base para exploraciones científicas, relevamientos cartográficos y control marítimo.


Buques de la Armada fondearon regularmente en la zona, transportando científicos, técnicos y personal estatal. Puerto Deseado se convirtió así en un punto estratégico para la expansión del conocimiento del territorio y para el posterior poblamiento civil. La ciudad creció al amparo de esa presencia, primero naval y luego administrativa.


Comodoro Rivadavia (1901): del control marítimo al desarrollo energético


Aunque fundada formalmente en 1901, Comodoro Rivadavia se desarrolló inicialmente bajo una lógica similar. En una región aislada y de difícil acceso terrestre, el control marítimo fue esencial. La Armada garantizó el transporte de personas y suministros, y permitió que el asentamiento se mantuviera hasta que el descubrimiento de petróleo en 1907 impulsó su crecimiento definitivo.


Antes de los caminos y del ferrocarril, el mar fue el único vínculo real con el resto del país, y la Armada, su garante.


Más allá de Ushuaia: presencias extranjeras y respuesta estatal


La situación de Ushuaia no fue una excepción, sino parte de un patrón más amplio. Durante gran parte del siglo XIX, la Patagonia y Tierra del Fuego estuvieron atravesadas por presencias extranjeras de diverso tipo, favorecidas por la debilidad del Estado argentino, la distancia geográfica y la ausencia de autoridades permanentes. No se trató necesariamente de ocupaciones militares, sino de formas silenciosas de instalación: misiones religiosas, explotaciones económicas privadas y asentamientos informales que, en los hechos, ejercían control territorial.


Uno de los casos más claros fue el de las misiones anglicanas británicas. Además de Ushuaia, la South American Missionary Society había establecido desde la década de 1850 misiones en distintos puntos de Tierra del Fuego, como Bahía Tekenika y zonas cercanas al Canal Beagle. Estas misiones mantenían vínculos directos con el Reino Unido, controlaban la relación con los pueblos originarios y actuaban como intermediarias exclusivas entre el mundo indígena y el exterior, en un territorio donde el Estado argentino estaba ausente.


Otra forma de presencia extranjera se dio a través de la actividad ganadera y comercial ligada a capitales británicos. En Santa Cruz y Tierra del Fuego, desde la década de 1870, estancieros vinculados a empresas británicas comenzaron a ocupar grandes extensiones de tierra, especialmente en zonas costeras o cercanas a puertos naturales. Estas estancias operaban con logística propia, relaciones comerciales internacionales y, en muchos casos, sin supervisión estatal efectiva, lo que generaba espacios de soberanía difusa.


También existieron asentamientos informales de navegantes, balleneros y cazadores de lobos marinos, en la Isla de los Estados, en Puerto Cook, y en sectores del litoral fueguino. Estos grupos, mayoritariamente extranjeros, utilizaban refugios y fondeaderos naturales de manera permanente, explotaban recursos y establecían normas propias en ausencia de autoridad argentina.


Frente a este mosaico de presencias extranjeras, la respuesta del Estado argentino fue progresiva, firme y estratégica. La Armada no llegó, en la mayoría de los casos, para expulsar de inmediato ni generar conflictos diplomáticos. Llegó para hacer visible al Estado, establecer autoridad y marcar jurisdicción. La instalación de subprefecturas marítimas, el izamiento de la bandera, el patrullaje regular y la presencia continua de buques transformaron espacios ambiguos en territorio gobernado.


En Ushuaia, la creación de la Subprefectura Marítima en 1884 desplazó el eje de poder desde las misiones anglicanas hacia el Estado argentino. En la Isla de los Estados, la posterior instalación del Faro San Juan de Salvamento (1902) y el patrullaje naval redujeron drásticamente la ocupación informal extranjera. En Santa Cruz, la presencia naval permanente en Río Gallegos y Puerto Deseado permitió integrar económicamente la región y someterla a la legislación nacional.


Como señala el historiador Carlos Escudé, “la soberanía no siempre se afirma mediante confrontación, sino a través de la administración sostenida del espacio”. Esa fue, precisamente, la lógica de la Armada Argentina en la Patagonia: presencia constante, autoridad efectiva y continuidad en el tiempo.


Así, más que expulsar, la Armada reemplazó. Reemplazó el vacío por Estado, la informalidad por jurisdicción y la ambigüedad por soberanía. Y en ese proceso, convirtió un territorio disputado en una región integrada a la Nación.


El historiador Félix Luna fue categórico: “sin la Armada, el poblamiento patagónico habría sido impracticable en el siglo XIX”.

 

Ciencia, cartografía y faros


La Armada no solo ocupó el sur: lo volvió legible. Y en términos de poder, conocer no es un acto neutral: conocer es gobernar. Un territorio sin cartas náuticas confiables, sin relevamientos costeros y sin referencias técnicas no puede ser administrado ni defendido. En la Patagonia, transformar lo desconocido en espacio estatal fue una tarea esencialmente naval.


Entre 1881 y 1882, la Expedición Austral Argentina, dirigida por el explorador italiano Giacomo Bove, marcó un punto de inflexión. A bordo de la corbeta ARA Cabo de Hornos, con apoyo pleno de la Armada, se realizaron levantamientos hidrográficos sistemáticos, reconocimiento de costas, mediciones astronómicas y recolección de muestras geológicas, botánicas y zoológicas. No se trató de una expedición científica aislada, sino de una misión de Estado, orientada a dotar a la Argentina de conocimiento propio sobre su extremo sur.


El perito Francisco Pascasio Moreno, quien viajó en reiteradas oportunidades en buques de la Armada, fue claro al respecto: “el conocimiento científico del sur argentino fue inseparable de la acción naval”. Sin barcos, sin logística y sin protección estatal, ese conocimiento no habría sido posible.


La cartografía producida por estas campañas permitió definir ríos, bahías, fondeaderos y pasos marítimos, y sirvió de base para decisiones políticas posteriores: ubicación de puertos, trazado de jurisdicciones, fundación de ciudades y delimitación de fronteras. En otras palabras, la ciencia naval precedió a la administración civil.


A este proceso se sumó la infraestructura permanente. En 1902, la inauguración del Faro San Juan de Salvamento, en la Isla de los Estados, cerró un ciclo iniciado décadas antes por Luis Piedra Buena. El faro no solo redujo los naufragios en una de las zonas más peligrosas del Atlántico Sur: materializó la presencia del Estado en un punto extremo, visible día y noche, en un territorio históricamente frecuentado por navegantes extranjeros.


Estos faros —como los puertos, las cartas y los relevamientos— no fueron simples herramientas técnicas. Fueron actos de soberanía duradera. Donde había una luz argentina, había jurisdicción; donde había una carta náutica nacional, había control; donde había conocimiento propio, había decisión política posible.


Así, la Armada convirtió el sur en algo más que una frontera defendida: lo transformó en un territorio comprensible, administrable y gobernable. Y esa fue, quizá, una de sus contribuciones más profundas y menos visibles a la consolidación de la Patagonia argentina.

 

Amenazas pasadas y presentes


Las razones que hicieron vital a la Armada Argentina en el siglo XIX no han desaparecido: siguen plenamente vigentes. Cambiaron los actores, los instrumentos y el lenguaje diplomático, pero el núcleo del problema permanece intacto. La Patagonia y el Atlántico Sur continúan siendo espacios estratégicos donde la soberanía no se presume: se ejerce.


En el pasado, las amenazas adoptaron la forma de ocupaciones silenciosas, navegación extranjera sin control, misiones religiosas foráneas y asentamientos informales. Hoy, esas amenazas se manifiestan de manera más sofisticada, pero no menos concreta. El control del Atlántico Sur, la explotación de recursos pesqueros, la proyección sobre la Antártida y la persistente cuestión de Malvinas conforman un escenario donde la presencia naval sigue siendo decisiva.


La pesca ilegal extranjera, especialmente en el límite de la Zona Económica Exclusiva argentina, representa una pérdida económica millonaria y una erosión directa de la soberanía. Flotas de bandera extranjera operan de manera sistemática, muchas veces amparadas por vacíos de control o limitaciones operativas. En este contexto, patrullar el mar equivale a defender el territorio.


A ello se suma la militarización británica de las Islas Malvinas, con una base militar permanente, despliegue aéreo y naval, y capacidad de proyección sobre el Atlántico Sur y la Antártida. Esta presencia no es simbólica: condiciona el equilibrio estratégico regional y refuerza la necesidad de una Armada capaz de ejercer vigilancia y disuasión.


La Antártida, por su parte, se ha convertido en un espacio de creciente interés global. Aunque el Tratado Antártico congela las disputas de soberanía, la presencia efectiva, la logística y la capacidad de acceso siguen siendo factores determinantes. Como en el siglo XIX, quien llega, permanece.


En este escenario, la Armada Argentina no cumple solo una función militar. Cumple una función política, económica y estratégica: garantizar la continuidad del Estado en el mar. Como advierte el analista Rosendo Fraga, “un país que no controla su mar, renuncia de hecho a su territorio”. La historia patagónica demuestra que esa renuncia nunca es abstracta: siempre tiene consecuencias concretas.


Así como en el pasado la ausencia estatal abrió la puerta a la ocupación extranjera, hoy la debilidad en el control marítimo compromete recursos, proyección internacional y capacidad de decisión soberana. La lección es clara y persistente: la soberanía es un ejercicio permanente, y en el sur argentino, ese ejercicio sigue llegando —como ayer— por mar.

 

Conclusión: la soberanía no fue un accidente


La Patagonia argentina no se consolidó por azar ni por una supuesta generosidad del concierto internacional. Se consolidó porque hubo barcos, hubo fechas, hubo decisiones y hubo hombres. Porque la Armada Argentina estuvo presente cuando el Estado era apenas un proyecto, cuando las fronteras eran difusas y el sur era más una incógnita que una certeza.


Nada de lo que hoy parece natural —las ciudades, los puertos, los faros, las rutas marítimas— existía de antemano. Todo fue construido, paso a paso, a fuerza de presencia sostenida. Antes de que hubiera gobernadores hubo comandantes navales; antes de que existieran intendencias hubo subprefecturas; antes de que hubiera caminos, hubo mar.


Esa forma de hacer soberanía no fue excepcional ni circunstancial: fue una constante histórica. La Armada Argentina actuó así en la Patagonia, con paciencia y continuidad; lo había hecho antes, durante la Guerra de la Independencia, cuando Guillermo Brown aseguró el dominio del Río de la Plata y permitió que la Revolución sobreviviera. Sin su acción naval, Buenos Aires habría quedado asfixiada y la independencia, aislada.


Volvió a hacerlo en la guerra contra el Imperio del Brasil, defendiendo el comercio, sosteniendo la economía y afirmando la existencia misma del Estado en el estuario y en el Atlántico. Y lo hizo nuevamente, más de un siglo después, en Malvinas, donde —más allá del resultado final— la Armada actuó con profesionalismo, sacrificio y cumplimiento del deber, enfrentando a una de las mayores potencias navales del mundo con medios limitados pero con una vocación de servicio incuestionable.


En todos esos momentos, la Armada no buscó protagonismo político ni retórica grandilocuente. Actuó como suele hacerlo: en silencio, con disciplina y con continuidad, sosteniendo al Estado allí donde la presencia era más difícil y necesaria. Su aporte rara vez fue inmediato o visible, pero siempre fue estructural.


La historia argentina demuestra que la soberanía no se afirmó con discursos ni con mapas trazados en despachos lejanos. Se afirmó con navegación constante, autoridad efectiva y permanencia en el tiempo. Allí donde hubo un barco argentino de manera sostenida, hubo Estado.


Por eso, la soberanía no fue una frase constitucional ni una abstracción jurídica.Fue —y sigue siendo— una obra naval.


Y en la Patagonia, en Malvinas, en la independencia y a lo largo de toda nuestra historia, muchas veces llegó por mar.


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