top of page
  • Facebook
  • Instagram
Buscar

La asombrosa vida del joven Belgrano


Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano nació en Buenos Aires el 3 de junio de 1770. Y hay hombres que parecen nacer con el destino tatuado en la frente: él fue uno de ellos. No lo digo por la bandera que todavía flamea sobre nuestras cabezas ni por las estatuas solemnes que intentan inmovilizarlo en un mármol que no le hace justicia. Lo digo porque en su juventud, cuando todavía era apenas un muchacho lleno de sueños, debilidades y fiebre por la vida, ya se agitaba dentro de él el torbellino de la historia.


Era hijo de Domenico Belgrano Peri, comerciante genovés enriquecido en Buenos Aires, y de María Josefa González Casero, una jovencita santiagueña que apenas dejaba atrás la niñez. El matrimonio tuvo dieciséis hijos, de los cuales sobrevivieron doce. Manuel fue el sexto. En esa familia numerosa, símbolo de la vida colonial, no faltaban las presiones ni las tensiones: cuando su padre fue encarcelado por un negocio turbio en el Río de la Plata, fue su madre la que sostuvo a los hijos con temple y dignidad. Allí aprendió Manuel que la fortaleza no siempre viene de los hombres de negocios, sino de las mujeres que sostienen la casa cuando todo se derrumba.


Le sobraba cuna, le sobraba educación, le sobraban caminos abiertos. Era, digámoslo sin rodeos, un hijo de la alta sociedad porteña, con todas las ventajas que eso implicaba. Pero, como suele suceder con los verdaderos revolucionarios, nada de eso lo conformaba. Belgrano no era el prócer de bronce que después inventaron los manuales escolares. Fue un joven idealista, desordenado, soñador, incluso contradictorio.


Se enfermaba, amaba con torpeza, se enojaba con sus padres, falsificaba papeles para avanzar en sus estudios, se peleaba con los profesores y, como él mismo escribió, “se apoderaron de mí las ideas de libertad e igualdad y sólo veía tiranos que impedían al hombre disfrutar de sus derechos”. Ese chico que lo tenía todo no quería lo que tenía: quería más. No más riquezas, no más privilegios. Quería una idea, una utopía, un aire nuevo que barriese con los escombros de los reyes y los virreyes.


Su padre, Domenico, había cruzado el mar desde Oneglia, en el golfo de Génova, en 1751. Se embarcó en el navío El Poloni y desembarcó en una Buenos Aires pobretona, sin puerto, donde los viajeros llegaban chapoteando en el barro con los zapatos en la mano. Desde allí construyó fortuna: cueros, lana, tejidos, contrabando, incluso esclavos. Un comerciante hecho y derecho, con sus luces y sus sombras. De esa mezcla de ambición italiana y sobriedad criolla nacería Manuel.


A los 14 años ingresó al Real Colegio de San Carlos. Allí, las reglas eran claras: solo podían estudiar los hijos legítimos, “cristianos viejos”, sin mancha de judíos, moros, indios o penitenciados por la Inquisición. La limpieza de sangre como pase mágico a la educación. Ese era el mundo en que creció: un mundo de exclusión y privilegios que pronto empezaría a resquebrajarse. En el San Carlos, Manuel se encontró con los planes de estudio heredados de los jesuitas: gramática, retórica, filosofía. Pero lo que realmente se encendió en él no fueron los rezos ni los dogmas, sino la sospecha de que el mundo podía pensarse de otro modo.


Con ese ímpetu viajó a España. No fue Salamanca, como se repite en los manuales: Belgrano recaló en Valladolid y en Oviedo, y allí fraguó papeles para poder matricularse. La falsificación no era un escándalo, era casi rutina en un tiempo donde los trámites podían tardar años. Lo importante era avanzar, abrirse paso. Entre aulas húmedas, profesores de sotana y bibliotecas que olían a pergamino, descubrió lo que realmente le interesaba: no tanto el derecho que su madre soñaba para él, sino los idiomas, la economía política, la filosofía. Pedía a Roma dispensas papales para leer a los prohibidos: Adam Smith, Condillac, Malebranche. Libros peligrosos, tachados por la Inquisición, porque hablaban de riqueza de las naciones, de libertad, de la razón. Belgrano los devoraba como un clandestino, con la ansiedad de quien sabe que está violando una frontera invisible.


En Madrid conoció también la otra cara: el hambre. Su padre encarcelado, el dinero escaso, la sífilis que lo marcó para siempre. Pasaba días enteros viviendo de prestado en casa de su cuñado Calderón de la Barca. Era estudiante y enfermo, joven y ya marcado por la muerte. Lo salvaban las ideas. En cartas a sus padres, despreciaba el título de doctor en leyes: “Una patarata”, escribió. No quería un pergamino que lo adornara, quería conocimiento vivo. Quería comprender cómo funcionaban las naciones, por qué unos eran libres y otros esclavos, por qué había hombres que nacían para mandar y otros para obedecer.


España le mostró también la contradicción: en un mismo día podía asistir a misa por la mañana y a un debate encendido sobre Rousseau por la tarde; podía escuchar un sermón contra los herejes y, apenas cruzando la calle, leer a escondidas a los enciclopedistas franceses. Ese choque de mundos lo forjó. Cuando en 1794 emprendió el regreso, Belgrano no traía un diploma glorioso, pero sí una cabeza en llamas. Era abogado, sí, pero más que nada era un lector empedernido, un joven que ya había visto que el Antiguo Régimen se agrietaba y que los pueblos empezaban a reclamar algo nuevo: libertad, igualdad, derechos.


En Buenos Aires, Bartolomé Mitre lo describió con precisión: joven, rico, de buena presencia, instruido en Europa, conocedor de música, idiomas y economía. Tenía, además, esa mezcla irresistible de porte extranjero y modales refinados que lo hacía destacar en cualquier salón. Pero no era un simple dandy de tertulia. Era un hombre que traía en la maleta algo más que ropa y papeles: traía una concepción distinta del mundo. La volcó en el Consulado, donde fue secretario durante quince años. Escribía con la pluma de un burócrata, pero detrás de cada palabra latía el corazón de un revolucionario.


Cuando en 1806 las tropas inglesas desembarcaron en el Río de la Plata, Belgrano lloró de impotencia. No era aún el militar que después improvisaría. No era el general victorioso de Tucumán y Salta, ni el creador de la bandera. Era un funcionario atrapado entre su cargo español y su fe secreta en un futuro distinto.


Al principio de 1810 fue moderado, incluso coqueteó con la idea de que Carlota Joaquina reinara. Pero cuando la historia lo empujó, eligió la revolución. Y la revolución no tenía clemencia. El fusilamiento de Liniers y los conjurados de Córdoba lo marcó. Había peleado junto a Liniers en la defensa de Buenos Aires. Lo respetaba, lo quería. Pero la revolución exigía sangre. Y entendió que no había vuelta atrás.


San Martín y Belgrano se encontraron más tarde en el norte, dos hombres distintos pero con un mismo objetivo. San Martín reconoció en él a un igual y Belgrano, consciente de la magnitud del momento, le cedió el mando del Ejército del Norte. Antes, lo aconsejó: nunca descuidar la fe del pueblo. San Martín lo escuchó. Entre ambos se dio ese raro diálogo entre gigantes que trasciende las guerras.


Quienes lo conocieron lo recuerdan así: “De regular estatura, pelo rubio, cara y nariz fina, color muy blanco, algo rosado, sin barba. Su andar era casi corriendo. Dormía tres o cuatro horas. A medianoche montaba a caballo y salía a observar su ejército. Nunca buscaba su comodidad: con el mismo placer se acostaba en el suelo o en una mullida cama”. El joven desordenado y soñador se había convertido en un fanático del orden, de la seriedad, de la abnegación absoluta.


La historia argentina tiene paradojas crueles. Belgrano, aquel hijo de comerciante rico, aquel joven que paseaba por Madrid con maneras de aristócrata, murió pobre, olvidado, casi anónimo. El 20 de junio de 1820, en el año del caos, cuando Buenos Aires se deshacía en guerras civiles, entregó a su médico su único reloj de oro como pago. Otro médico británico, John Sullivan, ayudó a amortajarlo. Fue enterrado en el atrio de Santo Domingo, casi sin ceremonia.


Pero no murió sin dejar descendencia. Detrás del héroe había un hombre con pasiones, debilidades y amores prohibidos. Tuvo dos hijos. El primero, Pedro Rosas y Belgrano, nacido en 1813, fue fruto de su relación con María Josefa Ezcurra, hermana de Encarnación Ezcurra, la compañera de Juan Manuel de Rosas. Pedro fue criado bajo el ala de Rosas, que lo anotó como propio. Fue militar, periodista, político; luchó en las guerras civiles del lado rosista, fundó el Diario de la Tarde, sobrevivió al derrumbe del régimen y murió en 1869, cargando siempre la marca de ser hijo del creador de la bandera y, al mismo tiempo, soldado del Restaurador.


La segunda, Manuela Mónica Belgrano, nació en 1819 de su relación con María Dolores Helguero y Liendo, una joven porteña de familia distinguida. La niña no alcanzó a crecer: murió con apenas siete años, en 1826, envuelta en el anonimato de un país que ardía en guerras intestinas. Una vida demasiado breve, una llama apagada antes de encenderse.


Así, Belgrano dejó dos hijos: uno que fue protagonista turbulento de la política argentina, y otra que se perdió en el silencio de la historia. Ninguno llevó su apellido al nacer. Como si el destino hubiera querido que la única descendencia que contara fuera la simbólica: la bandera, la idea de libertad, la obstinación de un hombre que lo dejó todo por un sueño.


Belgrano murió sin apellido en sus hijos, sin dinero en sus bolsillos, pero con una bandera en las manos de un pueblo que todavía lo nombra.


ree

 

 
 
 

Comentarios


¿Queres ser el primero en enterarte de los nuevos lanzamientos y promociones?

Serás el primero en enterarte de los lanzamientos

© 2025 Creado por Ignacio Arnaiz

bottom of page