La campaña al Paraguay: un ejército sin caballos, un país en pañales
- Roberto Arnaiz
- 19 ago
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Apenas había estallado la Revolución de Mayo y ya Buenos Aires soñaba con ser cabeza de todo un territorio que todavía olía a colonia. La Junta, esa improvisada oficina de patriotas, abogados y conspiradores, tenía claro que la pólvora sola no alcanzaba: había que extender la influencia a cada rincón del mapa y demostrar que el poder real ya no estaba en manos del virrey. Y entonces salieron las expediciones, cartas lanzadas al destino: una hacia el Alto Perú, otra hacia la Banda Oriental, y una tercera —la más incierta, la más arriesgada— hacia el Paraguay.
¿Por qué la más incierta? Porque no había pruebas sólidas de que allí existiera un movimiento revolucionario esperando a los porteños. Se confiaba en rumores y suposiciones. Paraguay era una tierra aislada, con recursos propios, con una población más unida a sus autoridades locales que a la idea de un gobierno central en Buenos Aires. Velazco, su gobernador, tenía el mando firme y tropas dispuestas. En el Alto Perú había núcleos revolucionarios y en la Banda Oriental surgiría la figura de Artigas; pero en Paraguay, nada de eso era seguro.
Era, en suma, una apuesta a ciegas. Además, Buenos Aires necesitaba asegurarse el comercio fluvial por el Paraná y evitar que Asunción quedara bajo la influencia del virrey Elío en Montevideo. Era una cuestión política, económica y estratégica, más que un clamor popular.
En ese escenario aparece Manuel Belgrano. El hombre de los ideales, formado en las letras y en el pensamiento, que ahora debía hacerse cargo de las armas. Corría septiembre de 1810 y, hastiado de las intrigas porteñas, pedía algo que sonara más noble que escuchar discusiones estériles en la Sala de Representantes: “un servicio activo”. Y vaya si se lo dieron.
Desde Santa Fe comenzó la marcha con la orden de avanzar hacia Corrientes y luego cruzar el Paraná.
La tropa que comandaba Belgrano era un mosaico más de necesidad que de planificación: unos 950 hombres en total. De ellos, poco más de seiscientos contaban con fusiles, la mayoría de viejo modelo, de chispa y avancarga, en mal estado y con baquetas improvisadas. Una escuadra de artillería arrastraba cuatro cañones pequeños y dos obuses, piezas viejas, difíciles de mover y con un parque de pólvora escaso. La caballería no pasaba de doscientos jinetes montados sobre unos seiscientos caballos famélicos, lejos de los cuatro mil prometidos en los partes oficiales. El resto de la tropa debía arreglárselas con lanzas fabricadas en talleres de campaña, machetes, sables reciclados y hasta armas blancas improvisadas.
En la oficialidad, Belgrano contaba con un puñado de veteranos de las Invasiones Inglesas y de la frontera, hombres como Balcarce, Warnes, Machain, Superí o Perdriel. Tenían experiencia práctica, sabían lo que era escuchar el estampido de un cañón o aguantar un asalto de caballería, pero ninguno había cursado la carrera de las armas como San Martín o Alvear en Europa. Eran soldados hechos en la intemperie, no en academias. Esa carencia se notaba: la estrategia se improvisaba, la logística fallaba, la disciplina dependía más del temple personal de los jefes que de un reglamento aprendido de memoria.
Era, en realidad, un ejército de papel. No tenía logística, no tenía uniformidad, apenas contaba con la disciplina de sus oficiales y la férrea voluntad de su jefe. Y sin embargo, con ese puñado de hombres, Belgrano decidió avanzar hacia el corazón del Paraguay.
Los soldados comunes marchaban descalzos, con hambre, algunos portando lanzas improvisadas, otros machetes de faena usados como espada. Llevaban las ropas desgarradas, mal protegidos contra la intemperie, pero sostenidos por la fe en su jefe y el rumor de que estaban haciendo historia. Entre tanto infortunio, Belgrano se preocupaba por mantener la moral y la ética: exigía pagar lo que se requisaba y ordenaba que no se maltratara a la población. En medio de la barbarie de la guerra, ese rasgo lo diferenciaba.
La población correntina lo miraba con indiferencia. Se hablaba de donaciones, de contribuciones al ejército patriota, pero cuando había que entregar dinero o alimentos, los notables se escondían. Alguno prestaba una carreta, otro prometía reses, pero luego exigía el reembolso. Belgrano lo escribió con amargura: “Conozco el poco patriotismo de esos vecinos y el ningún crédito que tiene nuestro Gobierno con ellos”.
No eran tiempos de fervores masivos. La revolución estaba en pañales y la mayoría prefería esperar antes de comprometerse con una causa incierta. En ese camino, sin embargo, Belgrano dejó su huella. El 11 de noviembre fundó Curuzú Cuatiá, levantando actas y ordenanzas como si la patria naciera pueblo a pueblo, en medio de los arenales y los esteros.
Llegado diciembre, bordeaba la ribera del Paraná. Lluvias torrenciales, calor insoportable, barro hasta las rodillas. El enemigo controlaba el río con cañoneras, pero Belgrano decidió engañarlos. Mandó levantar balsas capaces de llevar sesenta hombres y las probó frente a las narices de los paraguayos. Mientras tanto, hizo creer que cruzaría por Paso del Rey. Y una noche, bajo el silencio húmedo de la selva, se lanzó a la corriente. Contra toda lógica, el ejército revolucionario, con fusiles viejos, cañones escasos y caballos exhaustos, logró franquear el Paraná.
En Campichuelo derrotaron una pequeña guardia y entraron a Itapúa. Allí Belgrano comprendió que estaba equivocado: en Paraguay no había un movimiento revolucionario esperando a los porteños. Nadie los recibía como libertadores. Los campesinos miraban con desconfianza, las autoridades cerraban filas con el gobernador Velazco, y la población no mostraba entusiasmo por esos hombres venidos del sur que hablaban en nombre de Fernando VII.
El 19 de enero de 1811 se libró la batalla de Paraguarí. El amanecer se tiñó de fusilería. Los patriotas, mal alimentados y peor montados, avanzaron con coraje pero sin estrategia clara. El humo de la pólvora espesaba el aire, los caballos desbocados chocaban contra las filas, los gritos de mando se confundían con alaridos de dolor. Por un instante pareció que los realistas retrocedían, pero pronto la superioridad de los paraguayos inclinó la balanza.
Belgrano ordenó retirada. Y lo hizo con disciplina: no hubo desbande. Esa tarde se alejaron hacia el río Tacuarí. Los hombres estaban desmoralizados. Las deserciones crecían. Belgrano comprendía que solo podía confiar en los soldados de Buenos Aires. Y sin embargo, persistió. Reorganizó, castigó, purgó. No era de esos que se dejan vencer por el desaliento.
En marzo llegó la segunda prueba de fuego: Tacuarí. Cabañas, al mando de más de cuatro mil hombres, atacó con todo. El combate fue brutal: descargas cerradas de fusilería, bayonetas caladas avanzando entre la maleza, un enjambre de jinetes rodeando las posiciones patriotas. El ejército de Belgrano quedó envuelto, sin escapatoria. Fue una derrota completa. Belgrano fue intimado a rendirse. Y aquí asoma su carácter. Se negó con altivez: no se entregaba. Propuso en cambio capitular con honor, retirarse del Paraguay con sus hombres y armas. Cabañas aceptó.
A partir de allí ocurrió lo inesperado: una correspondencia que empezó con formalidades tensas y terminó con expresiones de amistad. Belgrano y Cabañas comenzaron a tratarse como caballeros, luego como camaradas, y terminaron como amigos. De “señor don Manuel Belgrano” a “excelentísimo señor” no pasó mucho tiempo. Cabañas lo llamó “mi muy estimado dueño y amigo” y Belgrano le respondió: “...le amo como al mejor de mis amigos”.
En medio de una guerra, cuando la pólvora todavía impregnaba los uniformes, dos generales se hablaban como si compartieran una mesa en paz. Esa relación, dicen algunos historiadores, encendió una chispa en el Paraguay, que meses más tarde iniciaría su propio camino emancipador.
El 23 de marzo, las primeras fracciones del ejército iniciaron la retirada definitiva hacia la Banda Oriental. La campaña había terminado. En Buenos Aires lo esperaban con reproches. Fue procesado. Había perdido. Pero sus hombres declararon a su favor y salió indemne. La expedición al Paraguay no fue un triunfo militar. Fue un fracaso en el campo de batalla. Pero allí se templó el Belgrano que luego levantaría la bandera en Rosario, que se impondría en Salta y Tucumán, que comprendió que la independencia no se hacía con discursos sino con barro, hambre y disciplina.
¿De qué sirvió aquella campaña? Sirvió para mostrar que la Revolución no era un paseo triunfal, que no bastaba con proclamar principios. Sirvió para que un pueblo entero —el paraguayo— entendiera que tampoco quería depender de Buenos Aires, que su destino era emanciparse por cuenta propia. Y sirvió, sobre todo, para forjar al hombre Belgrano en el crisol de la derrota. Porque si algo tenía de brutal la historia, era que la gloria no se gestaba en victorias fáciles, sino en esas jornadas donde todo parecía perdido y, sin embargo, alguien decidía no claudicar. Belgrano perdió batallas, pero ganó la conciencia de lo que estaba en juego. Y con esa experiencia cargó las armas que más tarde brillarían en las campañas del Norte.
La campaña al Paraguay resume el origen de nuestra patria: un ejército escaso y mal armado, guiado por un jefe obstinado, que avanzó por territorios hostiles con fusiles viejos, caballos flacos y poblaciones indiferentes. Y aun así, se atrevió a cruzar ríos imposibles, a escribir cartas sin descanso, a luchar hasta el límite.
Ese ejército que se retiró de Tacuarí dejó encendida en el Paraguay la chispa de la independencia y anticipó lo que vendría. Porque la patria, señores, no nació en salones elegantes, sino en la intemperie: en las marchas agotadoras, en las armas oxidadas, en los hombres enfermos que siguieron adelante.
Nació en la firmeza de Belgrano que, aun derrotado, se negó a entregar la espada. Esa es la enseñanza amarga y luminosa de la campaña al Paraguay: nuestra independencia no brotó de victorias fáciles, sino de derrotas que supimos transformar en dignidad.






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