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La colimba: el último lugar donde los argentinos se parecían entre sí


Una mañana de enero de 1902, en la estación del Ferrocarril del Oeste, los trenes llegaban llenos de jóvenes de rostro incierto, valijas de cartón y gorra baja. Venían de todos los barrios y pueblos, traían acentos distintos, gestos distintos, algunos apenas balbuceaban el castellano. Se bajaban en fila, como si el país los estuviera llamando por número de clase y destino. Eran los primeros conscriptos de la historia argentina.


La revista Caras y Caretas lo registró con entusiasmo: “Hoy el soldado se viste, se calza, se arma. Vive en buenos cuarteles, come en mesa, duerme en cama, recibe visitas y escribe a su familia, aprende a leer si no lo sabe…”. Por primera vez, el servicio militar obligatorio era ley. Ya no eran los enganchados por necesidad ni los vagos destinados por castigo. Ahora era la Nación, entera, la que llamaba a sus hijos.


Pero la Nación todavía no estaba del todo armada. Entre 1870 y 1914 llegaron casi cuatro millones de inmigrantes. Italianos, españoles, rusos, polacos, árabes, armenios. En la ciudad de Buenos Aires, en 1895, el 52% de la población era extranjera. Muchos no hablaban el idioma. Otros no conocían la bandera. Cada uno traía su patria en el bolsillo: un santito, un dialecto, una receta de la abuela. Nadie sabía bien qué significaba ser argentino.


En las escuelas, los niños hablaban italiano, gallego o árabe entre ellos, y aprendían el castellano con dificultad. La figura del “niño argentino” aún era una construcción en proceso. Era común que los chicos no supieran cantar el himno completo o que confundieran las fechas patrias. Había que empezar desde cero. Por eso, el Estado se propuso construir una identidad nacional con las herramientas que tenía: tiza, corneta y bandera.


Entonces el Estado se propuso construirlo. Primero, con la Ley 1420 de 1884, que estableció la educación común, gratuita, obligatoria y laica. La escuela como máquina de fabricar ciudadanos. La pizarra como territorio nacional. Pero no alcanzaba. Muchos chicos no asistían. Muchos padres no creían. Y entonces vino el cuartel.


En 1901 se sancionó la Ley Ricchieri, y en 1902 se incorporó la primera camada de conscriptos. Todos los varones de 20 años, argentinos o naturalizados, sorteados para servir entre 12 y 24 meses. Los que sacaban número bajo iban al Ejército. Los que sacaban alto, a la Marina. Los que no cumplían, no podían ocupar cargos públicos. Era más que un deber militar: era un certificado de pertenencia.


Era también, en muchos casos, el primer viaje fuera de su pueblo. Para un joven de Tucumán, servir en Mendoza era como cruzar un océano. Para un porteño, convivir con alguien del Chaco era como conocer otra cultura. En ese roce, en esa diferencia, se fundaba una comprensión nueva del país. El mapa dejaba de ser una lección escolar y se convertía en experiencia viva.


Y ahí, en los cuarteles, sucedía lo impensado. Un rubiecito con galera se sentaba al lado de un morochito con gorra de cuarteador de tranvía. Un hijo de estanciero compartía litera con el hijo del bolichero. Mismo corte de pelo. Mismo uniforme. Misma sopa. El Estado, por única vez, los hacía iguales.


En 1902, el 30% de los conscriptos era analfabeto. Por eso, cada cuartel tenía una escuela primaria. Allí aprendían a leer, a escribir, a firmar su nombre. El general Raúl Romero recordaba que en 1974, en un regimiento del NOA, 600 de los 800 conscriptos asistían a clases de alfabetización. Setenta años después, seguía siendo una necesidad.


La misma Ley 1420 preveía la existencia de escuelas dentro de fábricas, buques y cuarteles. No era una ocurrencia militar: era una política de Estado. En muchos casos, esos jóvenes volvían a sus pueblos siendo los únicos de su familia que sabían leer. La colimba era también una prolongación de la escuela pública. Una escuela con fusil y botas, pero escuela al fin.


Y no era solo la letra. Era también el cuerpo. El examen médico del Ejército era la primera revisión seria que muchos jóvenes recibían en su vida. Allí se detectaban enfermedades como el Chagas, que hasta entonces se llevaban en silencio. La colimba no solo ordenaba, también cuidaba.


Era, además, un diagnóstico de salud nacional. Se registraban pesos, tallas, estados dentales, vacunaciones. No existía otro instrumento estatal con esa capacidad de llegar a cada rincón del país. Y si lo había, no tenía la logística ni la autoridad que tenía el Ejército.


Hoy se habla del SMO con desprecio. Se lo reduce a un acrónimo cruel: “corre, limpia, barre”. Se repite el caso Carrasco —terrible, injustificable— como si toda la historia de la conscripción fuera una cadena de abusos. Pero no fue así. Porque por cada sargento bestia, había diez que enseñaban a leer, a escribir, a respetar al compañero. Diez que se tomaban el trabajo de formar personas, no solo soldados.


Y no, no era perfecto. Hubo excesos. Pero también hubo comunidad. Camaradería. El nacimiento de una memoria común. “Soy clase ’52”, decía uno. Y el otro respondía: “Yo, del ’57, en Comodoro Rivadavia”. No importaba de dónde venías. Por un año, habías sido igual a todos.


El conscripto se convertía en una especie de cronista de su propia historia. Volvía al barrio con relatos, con anécdotas, con una mirada ampliada del país. La colimba era un rito iniciático, una frontera simbólica entre la adolescencia y la ciudadanía.


En 1905 se eliminó la figura del “personero”, ese resabio aristocrático que permitía pagar para que otro hiciera el servicio por vos. Se reformó la ley. Se organizó por clases anuales. El Ejército se profesionalizó. Y sobre todo, se democratizó. La colimba fue una escuela de ciudadanía antes de que el país tuviera voto secreto y obligatorio.


El politólogo francés Alain Rouquié lo dijo sin rodeos: en Argentina, los ciudadanos fueron soldados antes de ser electores. La democratización militar y educativa precedió a la política. Primero la patria en el aula y el cuartel. Después, la urna.


Hoy se escucha que el SMO “despersonalizaba”, que era una “máquina de disciplinar cuerpos”. Como si unos meses de instrucción militar pudieran borrar lo que una vida no había logrado enseñar. Como si el ejército fuera responsable de todos los fracasos del país.


Pero la verdad es que, por casi un siglo, el Servicio Militar Obligatorio fue la herramienta más potente de integración social que tuvo la Argentina. La colimba unía lo que la sociedad separaba. En el mismo cuartel, el rico y el pobre se sentaban a comer en la misma mesa, usaban la misma frazada, compartían la misma nostalgia.


En las ciudades del interior, era común que se hicieran bailes de despedida para “la clase”. Y luego, bailes de bienvenida, con banderas y abrazos. El soldado regresaba cambiado. No por la marcialidad, sino porque por fin había visto al otro. Porque había sentido la Argentina no como palabra, sino como realidad.


Se criticará el verticalismo, la marcialidad, la rutina. Pero no se puede negar el resultado: el hijo del inmigrante se volvía argentino por la escuela y por la colimba. Era el antídoto contra el cosmopolitismo sin raíces. La identidad no se enseñaba, se vivía. A fuerza de mate, corneta y bandera.


El último año fue 1994. El caso Carrasco forzó su final abrupto. En su lugar, se prometió un ejército profesional, moderno, eficiente. Pero lo único que creció fueron los sueldos. El presupuesto de Defensa cayó al 0,6% del PBI. Y la idea de una patria compartida se fue deshilachando.


Hoy, cada argentino vive encerrado en su fragmento. Su tribu, su barrio, su clase, su ideología. Ya no hay rituales comunes. No hay escenarios donde todos se parezcan por un rato. Ni siquiera la escuela cumple ese rol. La igualdad se volvió un eslogan vacío.


La colimba no era perfecta. Pero durante casi un siglo fue el lugar donde los argentinos se parecían entre sí. Aunque fuera por un año. Aunque fuera solo en el cuartel. Aunque después volvieran a sus casas con un uniforme en el bolso, una libreta en el bolsillo y una historia en el pecho que empezaba con dos palabras: “clase tal”.

 

Bibliografía

  • Caras y Caretas. (1902). Artículo sobre el Servicio Militar Obligatorio. Edición del 4 de enero de 1902.

  • Rouquié, Alain. (1981). Poder militar y sociedad política en la Argentina. Buenos Aires: Editorial Emecé.

  • Fraga, Rosendo. (Entrevistas y notas periodísticas, 2024). Historiador y presidente del Instituto Roca. Consultado en Infobae y medios varios.

  • Padilla, Julio. (1913). Curá-Malal. Recuerdos de Campaña. Buenos Aires.

  • Sillitti, Nicolás G. (2017). “El Servicio Militar Obligatorio y la cuestión social”. En Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, n.º 47.

  • Garaño, Santiago. (2011). “Conscripción militar y ciudadanía en la Argentina (1890-1920): ritos de Estado, disciplina y nación”. En PolHis. Revista Bibliográfica del Programa Interuniversitario de Historia Política, Año 4, N.º 8.

  • De Marco, Miguel Ángel. (2003). Lo que significó el Servicio Militar Obligatorio. Rosario: Instituto de Historia Argentina “Héctor F. Decio”.

  • Ley N.º 1420. (1884). Ley de Educación Común. Congreso Nacional de la República Argentina.

  • Ley N.º 4301. (1901). Ley de Servicio Militar Obligatorio. Congreso Nacional de la República Argentina.

  • Censos Nacionales de Población. (1895). Dirección Nacional de Estadística y Censos.


 
 
 

1 Comment


excelente el articulo del señor Roberto Arnaiz sobre la conscripcion de Cura Malal

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