La Exaltación de la Santa Cruz: historia, fe y símbolo eterno
- Roberto Arnaiz
- 16 ago
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La historia de la humanidad está atravesada por símbolos. Ninguno ha cargado con tanto peso, dolor y esperanza como la cruz. Antes de Cristo fue un garfio de muerte reservado para esclavos y rebeldes. Pero después del Gólgota, esa misma madera se transformó en estandarte de vida. Cada 14 de septiembre la Iglesia celebra la Exaltación de la Santa Cruz: no como recuerdo arqueológico, sino como memoria viva de un objeto que pasó de patíbulo a bandera.
El origen se remonta al siglo IV. La emperatriz Santa Elena, madre de Constantino, peregrinó a Jerusalén hacia el año 326 para encontrar las huellas de Cristo. Excavando en el Gólgota aparecieron tres maderos. Para distinguir el verdadero, los llevaron a una mujer agonizante. Al contacto con uno de ellos, la enferma se levantó sana. El patriarca Macario de Jerusalén tomó entonces la cruz y la levantó en alto. La multitud se postró. Lo que había sido vergüenza se convertía en victoria.
Desde entonces la cruz dejó de ser un pedazo de madera enterrado: se volvió brújula, bandera, cicatriz eterna. Gesto simple y teología profunda. En el bautismo, en la extremaunción, en templos y cementerios, la señal de la cruz atraviesa la vida del cristiano. San Pablo lo resumió con brutalidad: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (1 Cor 1,23). El escándalo del patíbulo se volvió locura de esperanza.
La cruz fue custodiada en Jerusalén hasta que en 614 el rey persa Cosroes II la robó. El emperador Heraclio la recuperó y la devolvió en procesión solemne, descalzo, cargándola sobre sus hombros. Desde entonces el 14 de septiembre quedó como fecha oficial de celebración, tanto en Oriente como en Occidente. En ambas tradiciones, un eco del Viernes Santo pero en tono glorioso.
El instrumento de tortura se convirtió en árbol de salvación. Los primeros cristianos preferían el pez o el ancla, pero pronto la cruz se impuso como grito. San Juan de la Cruz escribió: “Al atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor”. La cruz encarna esa verdad: sufrimiento transformado en amor, derrota escondiendo victoria.
No hay símbolo más reproducido en el arte. De las catacumbas a las catedrales góticas, del Cristo románico severo al barroco sangriento, la cruz se multiplicó en piedra y óleo. En la Edad Media se la recubría de gemas; en el Renacimiento Miguel Ángel la pintó en frescos; en el siglo XX Dalí imaginó a un Cristo suspendido en el aire. En la literatura, Dante la describe como clave de ascenso. En América Latina se volvió fiesta popular: cruces adornadas con flores en montañas, procesiones rurales, pequeñas cruces de madera en caminos y cementerios. La cruz está en la cultura como está en la carne: una marca imposible de borrar.
Hoy, ¿qué sentido tiene exaltar la cruz? En un mundo que huye del dolor y vende felicidad instantánea, la cruz recuerda que la vida no es consumo sino entrega. En tiempos en que todo se mide por el éxito y la imagen, nos dice que el fracaso puede ser semilla. Incomoda porque exige profundidad. Nos arranca del confort. Por eso sigue siendo piedra de escándalo, espejo que obliga a mirar lo que queremos ocultar.
La Exaltación de la Santa Cruz no es mirar un relicario: es mirarnos a nosotros mismos. La cruz está en cada madre que vela a su hijo enfermo, en cada trabajador que madruga sin descanso, en cada pueblo que resiste contra la injusticia. Exaltar la cruz es levantar la vista y descubrir que aun en la noche más oscura hay un signo que nos dice que el dolor no es el final. La cruz incomoda, pero salva. Es peso y también alas. Y cada vez que la trazamos sobre nuestro cuerpo recordamos que no estamos solos.
Porque en el centro de la fe cristiana no hay un trono de oro ni una espada de hierro: hay dos maderos cruzados que se alzan como bandera eterna de esperanza. Así, cada 14 de septiembre, al celebrar la Exaltación de la Santa Cruz, no veneramos un trozo de madera: proclamamos que la vida vence a la muerte, que la esperanza derrota al miedo y que el amor clavado en un madero sigue siendo la última palabra de la historia.






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