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La Guerra de las Republiquetas

Actualizado: 27 sept

 

Introducción: después del derrumbe


Usted, lector, imagine el continente en 1815. Las banderas de la revolución flameaban en papeles solemnes, en arengas de salón, en congresos llenos de discursos huecos. Pero en los campos y en las montañas lo que quedaba era humo, ceniza y sangre seca. La pólvora había hablado, y la verdad era brutal: los ejércitos patriotas estaban destrozados.


Después de Vilcapugio y Ayohuma, y sobre todo tras el desastre de Sipe Sipe, la revolución parecía moribunda. El Ejército Auxiliar del Río de la Plata, que había llegado con la ilusión de liberar el Alto Perú, retrocedía deshecho, dejando tras de sí muertos sin sepultura, familias desamparadas y la amarga sensación de que todo había sido en vano.


En el Río de la Plata, la situación era caótica. Buenos Aires, ese cerebro ilustrado que se creía dueño de la revolución, se encerraba en disputas de salón, en roscas de poder, en intrigas de escritorio. Los porteños discutían reglamentos, aduanas, impuestos, mientras en el norte el pueblo sangraba solo. Las Provincias del Interior miraban con recelo ese centralismo porteño que se llevaba las rentas y las decisiones, pero no compartía los sacrificios.


El Litoral era un polvorín. En Entre Ríos y Corrientes se levantaban voces contra Buenos Aires, reclamando autonomía. En Santa Fe, los caudillos se endurecían frente a la soberbia del puerto. La guerra civil empezaba a olerse como peste inevitable.


En la Banda Oriental, la figura gigantesca de José Gervasio Artigas se alzaba como enemigo declarado del centralismo porteño. Con sus gauchos y paisanos formaba la Liga de los Pueblos Libres, un proyecto federal que desafiaba al Directorio. Buenos Aires lo llamaba traidor, pero los pueblos del interior lo veían como esperanza. Mientras tanto, la Banda Oriental ardía: asediada por portugueses que invadían desde el Brasil, por realistas que resistían en Montevideo y por los mismos porteños que preferían pactar con Lisboa antes que aceptar el proyecto artiguista.


En Chile, la tragedia tenía nombre: Rancagua, octubre de 1814. Allí, el ejército patriota chileno, con O’Higgins a la cabeza, fue aniquilado. Santiago cayó en manos realistas y comenzó el llamado período de la Reconquista, con una represión feroz contra todo vestigio de rebeldía. Los patriotas huyeron a Mendoza, convertidos en exiliados, donde fueron acogidos por San Martín, que ya planeaba convertir la derrota en oportunidad. Pero en ese 1815, lo que se veía era claro: Chile estaba perdido, y el Pacífico seguía bajo bandera española.


En el Virreinato del Perú, Lima festejaba. Era todavía la fortaleza más sólida de la reacción absolutista, el bastión realista que se creía inexpugnable. Desde allí, virreyes y generales brindaban por la victoria del rey, convencidos de que la insurrección americana estaba a punto de extinguirse.


En la Nueva Granada, el fuego revolucionario había sido sofocado con una reconquista sanguinaria. Los jefes patriotas eran perseguidos, capturados y ajusticiados como delincuentes comunes, mientras las ciudades eran devueltas al orden del monarca.


En la Nueva España, el cura Morelos, heredero del grito de Hidalgo, había sido capturado y fusilado. El mensaje era brutal: el sueño de libertad sería ahogado a balazos y horcas, y las tropas realistas se sentían otra vez dueñas del terreno.


El panorama era sombrío. Todo parecía indicar que la rebelión americana se hundía bajo el peso de su propia audacia. El rey recuperaba terreno, los pueblos eran castigados, los líderes caían uno tras otro.


Y sin embargo —porque la historia siempre guarda un pliegue inesperado— en medio de ese derrumbe, en las montañas del Alto Perú, algo ardía todavía. No eran ejércitos regulares ni congresos solemnes. Eran campesinos, indios y mestizos, miserables y descalzos, hombres y mujeres que no tenían nada que perder salvo sus cadenas. Ellos, que jamás habían leído a Rousseau ni a Montesquieu, entendieron que la libertad no se discutía: se peleaba.


Cuando los ejércitos regulares caían, cuando los congresos flaqueaban, ellos no se rindieron. Transformaron la derrota en una nueva forma de lucha, una guerra sin cuartel, sin descanso, sin gloria oficial: la Guerra de las Republiquetas.

 

El nacimiento de las republiquetas


Las republiquetas no nacieron de un decreto ni de un congreso solemne. No hubo orden oficial ni plan maestro. Nacieron del hambre, del odio y de la desesperación. Nacieron de la certeza brutal de que el regreso de los realistas significaba degüellos, incendios, violaciones y cadenas. Ante esa perspectiva, miles de campesinos, indígenas y mestizos decidieron que era mejor morir peleando que vivir como bestias de carga.


De ese fuego surgieron partidas en cada quebrada, en cada valle, en cada serranía. Unos pocos hombres con lanzas, machetes o piedras se agrupaban detrás de un jefe espontáneo, un caudillo que no necesitaba títulos ni uniformes: le bastaba demostrar coraje en la primera emboscada para que todos lo siguieran. Eran pequeñas repúblicas armadas, efímeras pero tenaces, sostenidas por el pueblo entero.


Pero el nacimiento de estas guerrillas no puede entenderse sin mirar hacia el sur, hacia las provincias del Río de la Plata. Allí, en 1814, después de Ayohuma, el Directorio decidió relevar a Belgrano del mando del Ejército del Norte y enviar a un nuevo general: José de San Martín.


Fue en la posta de Yatasto/Algarrobos, en marzo de ese año, donde se produjo el encuentro decisivo. Belgrano entregaba el mando, pero también su experiencia amarga: las batallas convencionales contra los realistas habían terminado en catástrofe. No se podía vencer al rey en campo abierto, con ejércitos mal armados frente a tropas veteranas de Europa.


San Martín, que venía de combatir en la península ibérica, lo sabía mejor que nadie. Había visto cómo los campesinos españoles desangraban a Napoleón con emboscadas y ataques relámpago. Y en esas charlas con Belgrano encontró un aliado inesperado: Martín Miguel de Güemes, oficial de caballería, salteño hasta los huesos, que conocía como nadie las quebradas y las tácticas del pueblo.


Allí, entre mapas manchados de grasa y soldados exhaustos, se tomó la decisión: el norte no podía sostenerse con ejércitos regulares; debía convertirse en un infierno para los realistas. Una guerra de recursos, irregular, donde todo hombre, toda mujer y hasta los niños pudieran ser soldados. Güemes quedaría al frente de esa resistencia en Salta y Jujuy, mientras en el Alto Perú los caudillos locales encendían la misma hoguera en sus tierras.


Ese fue el verdadero origen de las republiquetas: no un plan escrito en Buenos Aires, sino una conclusión nacida de la derrota y de la experiencia. Una alianza tácita entre la resistencia natural de los pueblos altoperuanos y la visión compartida de Belgrano, San Martín y Güemes.


Así, lo que parecía una retirada definitiva se transformó en otra cosa: en la mayor guerra de desgaste de América. Una guerra que no dio batallas definitivas, pero abrió cien heridas a la vez en el cuerpo del imperio. Y desde entonces, el Alto Perú ardió como una brasa imposible de apagar.

 

 

El barro y la pólvora de los pobres


No era una guerra de uniformes brillantes ni de generales formados en academias. Era una guerra de miseria. Una guerra de piedras lanzadas desde las quebradas, de machetes oxidados, de hondas tensadas por niños, de fusiles arrebatados al enemigo como botín de cada emboscada. Era una guerra donde la pólvora se racionaba como pan, donde los caballos eran más valiosos que el oro, donde los campesinos de día sembraban y de noche degollaban.


Los realistas no entendían esa lógica. Acostumbrados a grandes batallas con artillería y caballería, se encontraban con una guerra que no tenía horarios ni escenarios fijos. Una columna podía marchar confiada y de pronto ser atacada desde un barranco por hombres descalzos, apenas vestidos con ponchos raídos, que aparecían y desaparecían como espectros. El miedo se les metía en los huesos porque no había frente ni retaguardia: en el Alto Perú todo era territorio enemigo.


El historiador Bartolomé Mitre, en su historia oficial, la bautizó con desdén “Guerra de las Republiquetas”. No podía llamarla “montonera”, porque en Buenos Aires esa palabra estaba ligada a los federales que lo desafiaban, y reconocer el valor de la montonera era conceder legitimidad a sus enemigos políticos. Mitre necesitaba un nombre que sonara pequeño, casi ridículo: “republiquetas”, como quien dice aldeas sueltas, partidas sin importancia. Pero detrás de ese diminutivo se escondía una realidad enorme: eran auténticos estados de resistencia, con su propio orden y su propia justicia.


Cada caudillo era a la vez juez, gobernador y general. Su autoridad no provenía de un papel sellado, sino de la confianza del pueblo y del coraje probado en combate. No necesitaban uniformes ni charreteras: el mando se ganaba en la quebrada, a sable y a gritos.


Fueron 105 caudillos los que se alzaron en estas tierras. Ciento cinco nombres, casi todos borrados por el tiempo, que mantuvieron viva la revolución durante diez años de persecuciones y matanzas. De ellos, apenas nueve sobrevivieron hasta 1825. El resto cayó en combate, degollado, fusilado o ejecutado públicamente, sus cabezas clavadas en picas en las plazas como advertencia. Y sin embargo, cada muerte encendía otra rebelión, como si la sangre derramada germinara en nuevos combatientes.


Esta fue la pólvora de los pobres: el coraje inagotable, el barro que se mezclaba con la sangre, la miseria convertida en arma. Allí, donde parecía que la revolución se extinguía, el pueblo anónimo, sin academias ni congresos, sostuvo la independencia con la única riqueza que tenía: su vida.

 

La pedagogía del terror


El poder realista entendió enseguida que no bastaba con derrotar ejércitos: había que aplastar el espíritu. No se trataba sólo de matar combatientes, sino de enseñar a los pueblos el precio de rebelarse. Así nació lo que podríamos llamar la “pedagogía del terror”: un régimen de escarmiento sistemático que hiela la sangre todavía hoy.


En Cochabamba, La Paz, Chuquisaca, la escena se repetía con precisión burocrática. Prisioneros degollados en masa. Cuerpos arrojados a las acequias para que se pudrieran al sol. Cabezas clavadas en picas en la plaza central, frente a la iglesia, para que las mujeres al salir de misa vieran el rostro desfigurado de sus hijos. Los pueblos enteros arrasados con fuego, cosechas quemadas, casas derribadas a cañonazos.


La violencia contra las mujeres era parte del método: violaciones públicas convertidas en espectáculo, como si el ultraje sirviera de advertencia. Y los niños, colgados de los árboles o estrellados contra las rocas, porque el mensaje debía ser total: no habría futuro para los rebeldes.


El virrey Abascal y los generales Pezuela y La Serna lo sabían: cada degüello era un acto político, una lección de miedo. Querían sembrar obediencia en los huesos. Querían que el indio, al ver las cabezas podridas de sus hermanos, se resignara a cargar la mita y a besar la mano del cura que bendecía en nombre del rey.


Pero ocurrió lo contrario. El terror no paralizó: encendió. Allí donde un caudillo era ejecutado, surgía otro con más rabia. Allí donde una comunidad era arrasada, otra se levantaba con piedras y palos. El odio se volvió combustible, y la memoria de cada degüello fue semilla de nuevas venganzas.


Los realistas creyeron que estaban sembrando miedo. Sin darse cuenta, estaban sembrando pólvora.

 

Los nombres del fuego


Algunos de esos nombres, borrados por la historia oficial o reducidos a una nota al pie, merecen volver a arder. Porque sin ellos la independencia hubiera sido apenas un deseo en papeles.

·          Vicente Camargo, caudillo de las serranías de Chuquisaca. Lo capturaron, lo ejecutaron y su cabeza fue expuesta en la plaza mayor como escarmiento. Los realistas querían enseñar obediencia. No entendieron que cada niño que vio esa cabeza clavada en una pica juró venganza.

·          Ignacio Warnes, gobernador patriota de Santa Cruz de la Sierra. Organizó un ejército de campesinos y mestizos que nunca habían visto un uniforme. Con ellos resistió hasta caer en 1816, en una emboscada. Su muerte no apagó la rebelión: la multiplicó.

·          Eustaquio Méndez, el “Moto Méndez” de Tarija. Perdió un brazo, pero no la furia. Con el machete en la otra mano siguió peleando como si el dolor fuera parte del arma. Sus hombres lo veneraban porque demostraba que hasta mutilado se podía seguir combatiendo.

·          Vicente Cárdenas, que levantaba campesinos desarmados y los transformaba en guerreros con hondas, palos y piedras. Sus ejércitos parecían rebaños, pero tenían la fuerza de la montaña que los cobijaba.


Y sobre todos, la pareja que se convirtió en mito: Manuel Asencio Padilla y Juana Azurduy.

Padilla, abogado de formación, cambió la toga por el sable. Conocía las leyes de los hombres, pero eligió escribir su sentencia en la sangre de los opresores.


Juana, mestiza de Chuquisaca, madre de cinco hijos. Los perdió uno a uno en la guerra, pero jamás se quebró. Embarazada de ocho meses, encabezó cargas de caballería. Con sus propias manos arrancó estandartes reales en medio del combate. Fue el rostro de la revolución hecha carne. Belgrano, que no era de regalar títulos, la ascendió a teniente coronela. San Martín, que medía las palabras, dijo de ella: “Es digna de ser recordada en la posteridad”.


Pero la posteridad tardó. Juana murió pobre, olvidada, enterrada en una fosa común. Su país la recordó un siglo después, cuando ya no quedaban testigos de su galope. Y sin embargo, cada vez que alguien nombra la palabra independencia, el eco de su caballo aún resuena en las quebradas del Alto Perú.

 

El fraile Aldao: entre la cruz y la espada


En este escenario aparece la figura contradictoria de José Félix Aldao, el fraile soldado. Tenía treinta y seis años, pero su estampa parecía salida de un relato medieval: un gorro cónico de cuero de carnero, una capa blanca de frazada hasta las rodillas, un sable enorme que le golpeaba los tobillos al caminar, botas de potro que crujían en cada paso y un mosquete en la mano.


En 1821, al mando de un regimiento guerrillero que descendió de las montañas hacia Lima, Aldao desfilaba como un guerrero de leyenda. El pueblo lo miraba con una mezcla de temor y fascinación. Para algunos era la imagen de la “bárbara belleza”: el fraile convertido en caudillo, mezcla de místico y verdugo, capaz de rezar un Padrenuestro y un minuto después ordenar un degüello.


Era el hombre de las dos almas: la cruz y la espada, el hábito y la pólvora, la oración y el sable. Para unos, un héroe sagrado que había dejado el claustro para salvar a la patria. Para otros, un facineroso que había pervertido la fe convirtiendo a un siervo de Dios en verdugo de hombres. Pero nadie podía ignorarlo.


Su figura resume la naturaleza de las republiquetas: improvisación, mística, brutalidad y fe enredadas en un mismo cuerpo. En él estaba la esencia de esa guerra que no cabía en los manuales militares: campesinos convertidos en soldados, curas transformados en guerrilleros, mujeres en jefas de tropa. No había fronteras entre lo sagrado y lo profano, entre el rezo y el machetazo.


Aldao fue un espejo de su tiempo: tan capaz de inspirar devoción como de provocar odio, tan venerado como temido. En su contradicción vivía la contradicción misma de la independencia: la libertad naciendo entre rezos, pólvora y sangre.

 

Mujeres en guerra


No fue sólo Juana Azurduy. Ella es el rostro visible, el símbolo que sobrevivió al olvido, pero a su lado marcharon decenas, cientos de mujeres anónimas, sin nombre en los manuales y sin estatuas en las plazas.


Fueron enfermeras improvisadas, que curaban heridas con hierbas y rezos en las noches frías de la quebrada. Fueron espías, disfrazadas de vendedoras ambulantes que entraban en los cuarteles realistas con canastas de frutas, escuchaban órdenes, miraban mapas y volvían con la información escondida entre la ropa. Fueron correos que atravesaban montañas a pie para llevar un mensaje escrito en un papel doblado dentro de un pan. Fueron cocineras y arrieras, que alimentaban y movían a los guerrilleros, haciendo de la logística un acto de resistencia.


Algunas guardaban pólvora en canastos de pan. Otras ocultaban dagas y pistolas bajo sus polleras. Sabían que si las descubrían no había juicio ni perdón: la pena era la violación pública, la ejecución inmediata. Y aun así lo hacían, porque entendían que la patria no se conquistaba sólo con discursos ni con sables, sino también con esas tareas invisibles que sostenían la guerra día a día.


Y cuando ya no quedaban hombres vivos, cuando los realistas habían pasado a cuchillo a toda la partida, fueron ellas las que tomaron el fusil. Mujeres que nunca habían empuñado un arma dispararon contra columnas enteras de soldados, dispuestas a morir antes que ver a sus hijos esclavos.


Algunas tuvieron nombre y quedaron en la memoria popular:


·          Úrsula Goyzueta, combatiente en La Paz, que se disfrazaba de hombre para pelear y fue condenada a muerte, aunque logró salvarse.

·          Vicenta Juaristi Eguino, la paceña que izó la bandera de la rebelión en 1809 y financió guerrillas con sus propios bienes.

·          Juana Manuela Gandarillas, ciega, que organizaba a las mujeres en Cochabamba y alentó la resistencia aun sin poder ver.

·          Las Heroínas de la Coronilla (1812), madres, ancianas y niñas que, al ver que los hombres estaban ausentes, subieron al cerro de San Sebastián y resistieron con palos y piedras hasta ser masacradas.

·          Simona Manzaneda, en Ayopaya, que organizaba partidas y transmitía mensajes, convirtiéndose en pieza vital de la guerrilla.


Muchas más murieron sin nombre. Varias fueron capturadas, violadas delante de sus familias, ahorcadas en la plaza para dar escarmiento. Pero ni el látigo ni la horca lograron borrar el ejemplo: cada mujer ejecutada sembraba en otra mujer la decisión de resistir.


La independencia, lector, no fue sólo obra de congresos, generales y batallas heroicas. Fue también, y en gran parte, obra de estas mujeres invisibles. Sin ellas, la pólvora no hubiera llegado, los mensajes no hubieran cruzado los cerros, los heridos no hubieran sobrevivido, las partidas no hubieran tenido pan ni caballos.


La historia oficial de Mitre no las nombró. La mayoría murió en silencio, sin tumba ni memoria. Pero la revolución vivió gracias a ellas. Y si hoy hablamos de libertad, es porque esas mujeres, con el cuerpo como única bandera, la defendieron en la sombra.

 

Cómo combatían


El método era simple y despiadado: no dejar descansar al enemigo.


Las columnas realistas marchaban con disciplina, uniformes impecables, tambores y estandartes que recordaban a las guerras europeas. En apariencia, eran invencibles. Pero los republiqueteros los aguardaban ocultos entre quebradas y pajonales, invisibles como fieras al acecho. Cuando el convoy se estiraba y la disciplina se relajaba, atacaban como rayos: fusilazos, machetazos, piedras rodando desde lo alto, lanzas improvisadas con palos de arado. Luego desaparecían, se disolvían entre la población civil como si nada hubiera ocurrido.


De día eran campesinos. De noche, soldados. No había frentes definidos ni batallas decisivas. Había un sangrado constante, un goteo de bajas que volvía insoportable cualquier marcha. Los convoyes rara vez llegaban intactos: siempre había una partida que arrebataba caballos, pólvora o alimentos. Y con ese botín improvisaban su supervivencia: la guerra se alimentaba del propio enemigo.


Para los realistas, aquello era un infierno. Creían avanzar sobre un territorio conquistado, pero en realidad se movían en un terreno minado por trampas invisibles. Cada valle podía ser una emboscada, cada campesino un espía, cada mujer una correo. La inseguridad era total: nunca sabían si la calma de la mañana no iba a convertirse en una emboscada al mediodía.


No era la primera vez que un imperio se enfrentaba a esa forma de lucha. Así combatieron los hunos contra Roma, desbaratando legiones disciplinadas con ataques relámpago y huidas estratégicas. Así combatieron las tribus del Indo contra Alejandro, que tras Cannae y Gaugamela lo habían visto todo, menos campesinos convertidos en sombras imposibles de atrapar. La historia universal se repite: los imperios marchan con estandartes y disciplina; los pueblos, cuando no tienen nada más que perder, inventan la guerra de desgaste. Y más de una vez vencen.


En el Alto Perú, la táctica era la misma: hostigar, desgastar, impedir el descanso. Una guerra sin gloria oficial, pero con eficacia brutal. Porque la independencia, al fin y al cabo, no se ganó en los salones ni en los congresos: se ganó en las emboscadas nocturnas, en la astucia del pobre que convertía la miseria en pólvora.

 

San Martín y la lógica del desgaste


José de San Martín entendía mejor que nadie el sentido de aquella guerra irregular. En la península ibérica había visto cómo campesinos harapientos, sin instrucción militar, habían convertido a los ejércitos más temidos de Europa en columnas cansadas, hambrientas y llenas de miedo. Napoleón no fue vencido sólo en Waterloo: fue desgastado día tras día por hombres y mujeres anónimos que lo hostigaban sin darle tregua.


Por eso, cuando asumió el mando en el Norte y más tarde planificó su campaña continental, San Martín no menospreció a las republiquetas: las alentó. Supo ver en ellas un recurso estratégico tan valioso como un ejército regular. Confiaba en Güemes y en Padilla porque entendía que esas partidas no iban a derrotar por sí solas a los realistas, pero sí podían hacer algo que un ejército no podía: volver inhabitable el terreno al enemigo.


Su lógica era clara: mientras los realistas estuvieran obligados a desangrarse en el Alto Perú y en Salta, no podrían concentrar fuerzas para frenar el verdadero golpe: el cruce de los Andes y la liberación del Perú. Las guerrillas eran un segundo frente invisible, pero indispensable.


Sin las republiquetas, San Martín se habría estrellado contra un muro sólido de tropas descansadas. Con ellas, el enemigo estaba cansado, dividido, disperso en mil combates pequeños que lo dejaban exhausto.


San Martín comprendió que la independencia no se ganaba sólo con batallas heroicas, sino con una guerra lenta y persistente, una enfermedad que corroe al imperio hasta dejarlo sin fuerzas. Esa fue la lógica del desgaste. Y fue la lógica que abrió el camino a la victoria.

 

El costo humano


Las cifras estremecen. En conjunto, las republiquetas movilizaron a más de 20.000 hombres entre 1811 y 1825. Pero esa fuerza fue devorada poco a poco por la guerra. Cada combate dejaba un reguero de muertos, y cada derrota significaba pueblos enteros arrasados.


De los 105 caudillos que se alzaron en las montañas, apenas nueve sobrevivieron para ver la independencia. El resto fue fusilado, degollado, colgado en plazas o simplemente desaparecido. Sus cuerpos se perdieron en quebradas y barrancos, pero sus nombres —Camargo, Padilla, Méndez, Azurduy, Cárdenas, Warnes— siguieron vivos en el murmullo de las comunidades que los lloraban.


La sangre indígena pagó el precio más alto. Miles de hombres fueron exterminados en combate o en represalias, y las mujeres y los niños padecieron la violencia sistemática del terror realista. Comunidades enteras fueron desarraigadas: aldeas borradas del mapa, cosechas destruidas, familias diezmadas.


En proporción poblacional, fue una de las guerras más sangrientas de América del Sur. En algunos valles, apenas sobrevivía una décima parte de la población original. Lo que para los virreyes era un “escarmiento”, para los pueblos fue una catástrofe demográfica y cultural.


La independencia, entonces, no fue un festejo solemne ni un acta de congreso: fue una herida abierta en miles de familias que lo perdieron todo. El precio de la libertad se pagó con generaciones enteras que quedaron sin padres, sin hijos, sin hogar. Ese es el costo humano que rara vez aparece en los manuales, pero que late en cada rincón del Alto Perú.

 

El eco en la historia mundial


Lo que pocos saben es que la Guerra de las Republiquetas no quedó encerrada en los Andes ni en los papeles amarillentos de la historia argentina o boliviana. Se convirtió, sin proponérselo, en ejemplo para el mundo.


La táctica de desgaste, la emboscada sorpresiva, la invisibilidad del combatiente popular, serían imitadas más de un siglo después. En Europa ocupada por los nazis, los partisanos italianos aprendieron a golpear y desaparecer, como lo habían hecho los caudillos altoperuanos. Los maquis franceses, escondidos en los bosques, practicaban la misma guerra de recursos, robando armas al enemigo para alimentar su lucha. En los Balcanes, los guerrilleros yugoslavos con Tito a la cabeza, y en las estepas, los partisanos soviéticos que minaban los trenes de Hitler, repitieron el mismo libreto: no enfrentar al imperio de frente, sino desangrarlo hasta dejarlo exhausto.


El Alto Perú fue la cuna de la guerra de resistencia moderna, aunque Europa jamás lo reconoció. Allí, décadas antes de que existiera la palabra “guerrilla” en los manuales militares, ya se aplicaban todas sus claves. Y los protagonistas no fueron generales de academia ni oficiales con charreteras doradas, sino indios descalzos, mestizos famélicos, mujeres invisibles y curas renegados.


Ellos, los condenados de la tierra, inventaron sin querer la estrategia que haría tambalear a imperios mucho más poderosos que el español.

 

Conclusión: la patria en cenizas


Amigo lector, no se equivoque. La independencia no se ganó en congresos ni en bibliotecas. Se ganó en las quebradas ensangrentadas, en los pajonales incendiados, en las piedras arrojadas por campesinos que preferían morir antes que seguir arrodillados.


Se ganó con Juana Azurduy enterrando a sus hijos y volviendo al combate. Con Moto Méndez degollando con un solo brazo. Con Vicente Camargo, cuya cabeza podrida en una pica fue más elocuente que mil discursos. Con el fraile Aldao, mezcla de monje y verdugo, que bajaba de la montaña con cruz y sable. Con Manuel Asencio Padilla, el abogado convertido en caudillo, que eligió morir de pie con su pueblo antes que volver a vivir arrodillado.


La Guerra de las Republiquetas fue la epopeya de los olvidados. La historia que Mitre barrió debajo de la alfombra porque olía a pueblo, a sangre, a barro. Pero fue ella, y no otra, la que sostuvo viva la revolución cuando todo parecía perdido.


La libertad en el Alto Perú no se proclamó: se parió entre gritos y cenizas. Y cada fusil improvisado, cada mujer colgada en una plaza, cada niño que arrojó piedras desde una quebrada, fue ladrillo invisible en la construcción de nuestra independencia.


Por eso, cuando pase frente a una plaza sin estatua o a un cerro sin nombre, recuerde: allí quizás peleó una republiqueta. Allí, en silencio, se ganó la patria.


 

Bibliografía:

·      Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina. Bartolomé Mitre. Imprenta del Estado, Buenos Aires, 1857.

·      La Guerra de las Republiquetas en el Alto Perú. René Arze Aguirre. Editorial Juventud, La Paz, 1971.

·      Juana Azurduy de Padilla: Historia y Mito. Pilar Mendieta. Editorial Universitaria, Sucre, 2009.

·      Moto Méndez y las guerrillas de Tarija. Augusto Guzmán. Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1968.

·      La Guerra de la Independencia en el Alto Perú. Emilio Ravignani. Instituto de Investigaciones Históricas, Buenos Aires, 1934.

·      Martín Miguel de Güemes y la Guerra Gaucha. Julio A. Otero. Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1974.

·      Vicente Camargo y las guerrillas de Chuquisaca. Jorge Crespo. Librería y Editorial Juventud, La Paz, 1965.

·      Revolución y Guerra: Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla. Tulio Halperín Donghi. Siglo XXI, Buenos Aires, 1972.

·      Belgrano: El hombre del bicentenario. Felipe Pigna. Editorial Planeta, Buenos Aires, 2010.

·      Belgrano, el héroe sin pedestal. Daniel Balmaceda. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2020.

·      Juana Azurduy: La Teniente Coronela. Pacho O’Donnell. Editorial Planeta, Buenos Aires, 2010.

 


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