LA MILITARIZACIÓN DEL ATLÁNTICO SUR
- Roberto Arnaiz
- 30 nov
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Desde 1982, las Islas Malvinas dejaron de ser un territorio disputado para convertirse en un engranaje militar del Reino Unido. No fue una simple reafirmación de presencia: fue una mutación estratégica. Donde antes había un asentamiento remoto, hoy existe una fortaleza moderna, diseñada para vigilar, controlar y proyectar poder sobre una de las regiones más sensibles del planeta.
La pieza central de esa maquinaria es la base aérea Mount Pleasant (Monte Agradable), erigida tras la guerra, a apenas 48 kilómetros de Puerto Argentino. Es la base militar británica más importante fuera de Europa, un verdadero portaaviones terrestre. Su pista supera los 2.500 metros y recibe aviones de transporte, de combate y vuelos civiles. Allí operan cazas Eurofighter Typhoon, helicópteros Chinook, drones de vigilancia y aeronaves de reconocimiento capaces de monitorear miles de kilómetros de océano.
Pero la magnitud real está en las cifras invisibles: alrededor de 2.000 efectivos militares británicos viven y operan allí de forma permanente. A ellos se suman civiles especializados, técnicos, personal de inteligencia, operadores de sistemas y contratistas privados. Radares de última generación, misiles Rapier, sensores satelitales y plataformas de guerra electrónica convierten a Mount Pleasant (Monte Agradable) en una torre de vigilancia que domina el Atlántico Sur.
Y esa vigilancia no mira solo a las islas. Desde allí se controlan las rutas interoceánicas, los accesos al estrecho de Magallanes, el paso Drake, el mar de Weddell y la antesala de la Antártida. Malvinas dejó de ser un punto defensivo: es un nodo de comando. Una advertencia silenciosa. La señal de que el Imperio no desapareció: se reconfiguró.
La militarización se extiende mar adentro. Fragatas, patrulleros oceánicos, unidades logísticas y —aunque jamás confirmado oficialmente— submarinos nucleares operan en la región. La sola presencia de estos últimos constituye una violación directa del Tratado de Tlatelolco, que declara a América Latina zona libre de armas nucleares.
Argentina lo ha denunciado en múltiples foros internacionales —incluyendo la Organización de las Naciones Unidas en 2015, cuando la embajadora María Cristina Perceval advirtió sobre la presencia de submarinos nucleares británicos en la zona; ante la OPANAL en sesiones celebradas en 2012, 2014 y 2016, donde se presentó documentación técnica sobre movimientos navales incompatibles con el Tratado de Tlatelolco; y en la Cumbre del MERCOSUR de 2013, donde la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner exhibió informes satelitales sobre el despliegue de unidades británicas en proximidad a la ZEE argentina—. También en 2018, en el Comité Especial de Descolonización (C-24), la Cancillería argentina reiteró que la militarización británica constituye un "riesgo para la paz y la estabilidad regional". Pero la fuerza de la palabra se diluye cuando quien porta el armamento también define las reglas del tablero.
Con los años, la estructura se ha expandido: ejercicios militares periódicos, algunos en coordinación con países de la OTAN; modernización de radares; acuerdos tecnológicos con empresas británicas y estadounidenses; ensayos de sistemas de guerra electrónica. Malvinas se ha convertido en un laboratorio bélico del sur del mundo, una plataforma cuyo tamaño militar excede cualquier argumento sobre la “protección de los isleños”.
Porque la clave no es la demografía: es la geopolítica. Tener Malvinas es controlar la puerta al continente blanco, supervisar bancos pesqueros, vigilar rutas energéticas, influir sobre futuros reclamos en la Antártida. En un planeta donde el deshielo abre nuevas rutas y el Tratado Antártico se revisará en 2048, Reino Unido ya está posicionado. Otros miran el presente; ellos blindan el futuro.
Malvinas en manos británicas significa poseer un nodo geoestratégico que conecta el Atlántico con el Pacífico, Sudamérica con la Antártida y los recursos actuales con los conflictos del mañana. No es una presencia defensiva: es una presencia activa, persistente, calculada.
La región lo sabe. MERCOSUR, CELAC, UNASUR, ALBA y el G‑77 + China han repudiado la militarización del Atlántico Sur. No se trata de una disputa bilateral: se trata de resistir la instalación de un enclave colonial armado en pleno siglo XXI. Como expresó Celso Amorim, excanciller de Brasil: “La presencia militar británica en Malvinas es un anacronismo que perturba la paz en América del Sur”.
Argentina ha respondido con diplomacia firme y visión estratégica. Reclamó ante Naciones Unidas, denunció violaciones al Tratado de Tlatelolco, fortaleció su presencia científica en la Antártida, consolidó a Ushuaia como capital logística del continente blanco y reactivó su política marítima con patrullaje soberano. Pero la defensa no es solo militar: es cultural, educativa, tecnológica. El país entendió que para recuperar lo que le pertenece debe formar generaciones con conciencia histórica.
Mientras el Reino Unido instala radares, Argentina instala memoria. Mientras colocan misiles, Argentina siembra soberanía. Mientras ocupan con armas, el pueblo sostiene su reclamo con dignidad.
Malvinas no es un pedazo de tierra perdido en el viento. Es un territorio vigilado, un ojo imperial que no parpadea. Pero también es una promesa: la promesa de un país que no olvida y que sostiene, paciente pero firme, su derecho histórico.
Algún día, cuando el mundo vuelva a mirar el sur, no verá un enclave militar extranjero. Verá a un pueblo que resistió sin resignarse. Y sobre esas islas volverá a flamear la bandera celeste y blanca.
Porque la soberanía no se defiende solo con tanques ni tratados. Se defiende en las aulas, en la memoria, en la conciencia colectiva.
Y frente a un Imperio que ocupa lo que no le pertenece, permanece una pregunta que atraviesa siglos: ¿cuánto tiempo puede sostenerse una ocupación cuando un pueblo entero decide no olvidar?






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