La Vuelta de Obligado y la Patria. Parte I
- Roberto Arnaiz
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Introducción: Europa, libre comercio y el “precedente” de los ríos internacionales
Entre 1815 y 1850, Europa vivió una doble dinámica:
Reordenamiento político tras la derrota de Napoleón (Congreso de Viena, 1815) y la vigilancia del concierto de potencias;
Aceleración económica por la Revolución Industrial británica, que empujó a Londres a su “cruzada” por el libre comercio.
En ese contexto, el Acta Final del Congreso de Viena (1815) consagró para Europa un principio clave: libertad de navegación en ríos “internacionales” (los que separan o atraviesan varios Estados), con normas técnicas y autoridades comunes. De allí nacen arreglos como la Comisión Central para la Navegación del Rin (que irá perfeccionándose durante el siglo XIX) y, más tarde, la Comisión Europea del Danubio (1856).
Este “precedente” —europeo, limitado a sus ríos multinacionales— fue utilizado luego por diplomáticos y comerciantes británicos y franceses como argumento retórico para promover la apertura de otros grandes cursos de agua en el mundo.
Paralelamente, Londres profundizó su giro librecambista: derogación de las Corn Laws (1846), expansión de tratados de “amistad, comercio y navegación” y una diplomacia que osciló entre la presión económica, la intriga y, llegado el caso, la “gunboat diplomacy” (abrir mercados “a cañonazos”), como se vio en la Guerra del Opio (1839–1842) en China. Francia, bajo la Monarquía de Julio (Luis Felipe, con Guizot), compartía el apetito por materias primas y rutas.
Cuando esos intereses miraron al Río de la Plata, llevaron consigo dos ideas:
Doctrina comercial: “libre navegación = expansión del comercio”.
Pretexto jurídico: el modelo europeo de ríos internacionales, aunque el Paraná, el Paraguay y el Uruguay eran, en su mayor parte, ríos interiores bajo jurisdicción de Estados soberanos (y, en el caso argentino, parte del dominio fiscal y político que Rosas defendía).
Más adelante, y ya tras Caseros (1852), la política fluvial del Litoral daría un viraje: Urquiza decretará la libre navegación y la Constitución de 1853 enunciará el principio para “todas las banderas”, bajo leyes nacionales. Pero en tiempos de Rosas (1830s–1840s) la consigna fue otra: soberanía y control. Esa tensión —“principio europeo” vs. “dominio interno” del Plata— es el telón de fondo de Obligado.
1. La libre navegación y las tentadoras riquezas
Para entender por qué la “libre navegación de los ríos” se volvió el gran caballo de Troya de británicos y franceses en el Plata, hay que mirar qué había río arriba:
Riquezas primarias: cueros, sebo, tasajo/charque, lana, maderas, yerba mate, tabaco, saladeros y primeras manufacturas del Litoral.
Mercados: el interior rioplatense, Paraguay (económicamente vinculado a la cuenca), Mato Grosso y rutas que podían conectar con el Alto Paraguay y el Alto Paraná.
Costo logístico: navegar el Paraná–Uruguay resultaba mucho más eficiente que carretear por tierra hacia y desde Buenos Aires.
Para Inglaterra (fletadores, casas de comercio, aseguradoras) y Francia, la ecuación era simple: si podían entrar directamente al sistema fluvial con sus barcos, evitaban el peaje político y fiscal de la Aduana de Buenos Aires, que era el corazón de la renta pública de la Confederación. En otras palabras, la bandera de la “libre navegación” escondía una disputa por el control de la caja y por la mediación política del puerto.
Desde la perspectiva del gobierno de Rosas, el argumento era inverso:
Los ríos interiores eran “calles de casa” (soberanía plena).
La Aduana porteña financiaba defensa, orden y equilibrio federal; abrir los ríos sin condiciones equivalía a quebrar el artificio fiscal que sostenía a la Confederación.
La experiencia americana mostraba que la “libre navegación” promovida por potencias industriales suele venir acompañada de imposición de tarifas, capitulaciones y privilegios consulares.
De allí que la “libre navegación” se volvió un eufemismo en los papeles europeos y un sinónimo de intromisión en la boca de los federales. Para Rosas, y para gran parte del interior, aceptar esa consigna en los términos de Londres y París era ceder jurisdicción, arriesgar la unidad política y desfinanciar al Estado.
¿Qué buscaban exactamente las potencias?
Acceso directo a productores y mercados fluviales sin pasar por el filtro porteño.
Tarifas bajas y previsibles, negociadas con ellos, no impuestas por Buenos Aires.
Protección consular y cláusulas de nación más favorecida, que blindaran su posición frente a terceros.
No es casual que la consigna brote con más fuerza en los años 1840:
La industria británica necesita lana y cueros;
El librecambio es ya política de Estado (Corn Laws abolidas);
El Plata está incendiado por la Guerra Grande (Uruguay), con Montevideo sostenido por británicos y franceses, y Rosas apoyando a Oribe: abrir los ríos también implicaba abastecer a la plaza sitiada y debilitar a la Buenos Aires federal.
¿Y qué pasaba del lado de adentro?
La disputa por la navegación fluvial amplificaba tensiones internas:
Provincias litorales (Entre Ríos, Corrientes) veían con simpatía el tráfico directo; la tutela porteña —aduana y puerto único— las asfixiaba.
Los unitarios en el exilio agitaban el lema de la libre navegación para socavar a Rosas y alinearse con el discurso europeo.
La oligarquía portuaria dividida: unos querían intermediación monopólica (seguir siendo el embudo del comercio); otros insinuaban aperturas selectivas si eso ordenaba el flujo y bajaba costos.
En este tablero, la “libre navegación” operó como un símbolo totémico:
Para Londres/París, progreso y civilización;
Para Rosas, soberanía y supervivencia fiscal;
Para el interior productivo, oportunidad y riesgo a la vez.
La diferencia jurídica que Rosas no cedía
El punto fino —y que conviene subrayar— es jurídico:
El Rin y el Danubio en 1815 caen bajo la noción de ríos internacionales (compartidos por varios Estados soberanos).
El Paraná–Paraguay–Uruguay conforman una cuenca multinacional, sí, pero grandes tramos del Paraná y del Uruguay son ríos interiores argentinos (no fronterizos). No les eran automáticamente aplicables los regímenes europeos de Viena.
Aceptar el “principio” europeo sin distinción implicaba desnaturalizar el dominio público de la Confederación sobre sus aguas, puertos y costas.
Rosas estuvo dispuesto a negociar escalas, practicación, derechos de paso y aranceles; lo que no aceptó fue el dogma de que los ríos interiores debían abrirse “por principio” a todas las banderas, sin control nacional.
La economía detrás del lema
Las “tentadoras riquezas” que justificaban la presión eran concretas:
Ganadería y saladeros del Litoral: cueros, grasa, tasajo para el Caribe y Brasil, sebo para velas/jabones.
Lana ovina en expansión (demanda textil británica).
Maderas duras del Alto Paraná, yerba mate y tabaco.
Aprovechamientos fluviales (astilleros, barracas, depósitos) que crecían con el tráfico.
Para los consorcios navieros y casas comerciales británicas y francesas, la ruta fluvial prometía freight barato, rotación veloz y márgenes altos. Para el Estado argentino, prometía pérdida del control aduanero, contrabando y créditos políticos a los enclaves rivales (Montevideo “defendido” por escuadras europeas).
Así, cuando los papeles europeos hablaban de “libre navegación”, no estaban invocando un principio abstracto: se referían a una llave económica y política para forzar la cuenca del Plata. El precedente europeo (Viena/Rin/Danubio) se usaba fuera de contexto para legitimar una apertura que, en el Plata, afectaba el corazón fiscal y jurisdiccional de la Confederación.
Rosas leyó con claridad esa jugada y la convirtió en cuestión de soberanía. De esa colisión de modelos —librecambio imperial vs. control nacional de las vías de agua— nacerán el ultimátum, los bloqueos, la artillería en las barrancas y, finalmente, la Vuelta de Obligado. Porque, en el fondo, discutir la “libre navegación” era discutir quién manda en el Paraná.
2. El ultimátum francés y la sorprendente resistencia
Cuando Francia fijó sus ojos en el Río de la Plata, no lo hizo solamente como potencia distante. La Monarquía de Julio, con Luis Felipe de Orleans en el trono y François Guizot en la cancillería, buscaba prestigio internacional y ventajas comerciales que le permitieran competir con Inglaterra. El Río de la Plata ofrecía lo que todo imperio deseaba: una economía en crecimiento, materias primas apetecidas por la industria europea y un puerto estratégico que conectaba con la cuenca fluvial más extensa de Sudamérica.
En 1838, el gobierno francés decidió dar un paso agresivo: presentó un ultimátum a Juan Manuel de Rosas, en su condición de gobernador de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores de la Confederación. El reclamo tenía forma de protesta diplomática, pero fondo de amenaza imperial. Los franceses exigían:
Exenciones para sus súbditos residentes en el Río de la Plata.
Indemnizaciones económicas por supuestos perjuicios.
Privilegios comerciales que equivalían a la libre navegación de los ríos interiores.
En París se pensaba que el ultimátum bastaría. Rosas, se suponía, era un caudillo de provincia que no resistiría la presión de la marina más moderna del mundo. Pero la respuesta fue otra: firmeza absoluta. Rosas se negó a conceder privilegios, se negó a ceder jurisdicción y sostuvo que el Estado argentino tenía plena soberanía sobre sus ríos y sobre todos los habitantes del país, fueran criollos o extranjeros.
El choque era inevitable. Francia decretó el bloqueo del puerto de Buenos Aires, confiada en que el estrangulamiento comercial obligaría a la Confederación a doblegarse. Sin embargo, ocurrió lo inesperado: en vez de derrumbar al gobierno, el bloqueo fortaleció a Rosas. El pueblo —aun muchos que no lo querían— entendió que la disputa no era política interna, sino una agresión extranjera. La resistencia se convirtió en bandera común.
El pretexto francés: un recluta y la soberanía
El detonante inmediato del ultimátum francés fue un hecho aparentemente menor, casi anecdótico: un ciudadano francés residente en Buenos Aires fue obligado a incorporarse a una milicia local.
Conviene aclarar que en 1838 no existía todavía el servicio militar obligatorio como lo estableció la Ley Riccheri en 1901. En aquella época funcionaban las levas forzosas: la autoridad podía incorporar a las armas a varones en edad militar, incluso extranjeros, salvo que existiera un tratado específico que los exceptuara.
Francia protestó airadamente: alegó que ningún francés podía ser compelido a “servir bajo banderas extranjeras”. Pero Rosas respondió que en suelo argentino se cumplían las leyes argentinas y que la obligación de defender la patria alcanzaba a todo habitante del territorio.
Ese incidente se convirtió en el pretexto diplomático para algo mucho mayor:
Exigir privilegios especiales para los franceses.
Debilitar la autoridad de Rosas y abrir un resquicio en la política exterior de la Confederación.
Imponer la libre navegación de los ríos interiores, que era el verdadero objetivo económico.
Detrás de la figura de un recluta forzado se escondía, en realidad, la ambición francesa de quebrar la soberanía argentina sobre el Paraná y el Uruguay. El reclamo era menos un acto de justicia por un súbdito que una maniobra imperial para socavar el poder del Estado nacional.
La sorprendente resistencia
La reacción argentina descolocó a los franceses. En lugar de revueltas internas que derribaran al Restaurador, hubo movilización popular. El puerto bloqueado trajo hambre, inflación y carestías, pero también despertó un sentimiento de unidad nacional frente a la agresión externa.
Los sectores humildes, los llamados “negros, gauchos y chusma”, que a menudo eran despreciados por las élites, se convirtieron en el núcleo de la resistencia. El campo aportó ganado y alimentos; las provincias cerraron filas detrás de Buenos Aires; el propio clero predicó en los púlpitos que la defensa de la Patria era un deber religioso.
Lejos de ceder, Rosas redobló su autoridad. El ultimátum francés, pensado como un golpe fulminante, terminó siendo el inicio de una epopeya. La Confederación, débil en recursos, improvisada en armamentos, demostró que podía plantar cara a una de las mayores potencias del mundo. Y ese precedente marcaría el camino hacia el conflicto mayor que desembocaría, años después, en la Vuelta de Obligado.
4. La entrega unitaria y la grieta argentina
La agresión francesa de 1838 no encontró a la Argentina unida. Muy por el contrario: el país estaba atravesado por una grieta política profunda, que venía desde las guerras civiles posteriores a la independencia. Federales y unitarios no solo representaban dos modelos de organización interna, sino también dos formas opuestas de concebir la relación con el mundo.
Mientras Rosas defendía un orden basado en la soberanía política, el control aduanero de Buenos Aires y una política exterior de resistencia a las imposiciones europeas, los unitarios exiliados —sobre todo en Montevideo y en Chile— apostaban a que la intervención extranjera fuese el medio para derribar al Restaurador y alcanzar el poder.
El exilio unitario y Montevideo como refugio
Tras sus derrotas en la década de 1830, gran parte de la dirigencia unitaria se había refugiado en Montevideo, ciudad que se convirtió en la capital simbólica de la oposición a Rosas. Desde allí, intelectuales y políticos como Florencio Varela, Juan Cruz Varela o Juan María Gutiérrez, junto con militares como Lavalle, conspiraban y redactaban manifiestos contra el Restaurador.
Montevideo, a su vez, estaba gobernada por los colorados de Fructuoso Rivera, rivales del federal Manuel Oribe, que contaba con el apoyo de Rosas. Esa división en la Banda Oriental se entrelazaba con la grieta argentina: los unitarios se sumaban a Rivera, mientras Oribe era el aliado de Rosas.
Con la llegada de la escuadra francesa, Montevideo pasó a ser también plataforma logística de la intervención extranjera. El puerto oriental se abrió como base de operaciones para los navíos de guerra europeos y como sede de los diplomáticos que presionaban contra Buenos Aires.
“Mejor Francia que Rosas”
El historiador Pacho O’Donnell subraya que algunos unitarios llegaron a sostener, sin rubor, que “mejor Francia que Rosas”. Esta frase resume la mentalidad de quienes creían que cualquier poder extranjero era preferible al Restaurador.
La entrega unitaria se expresó de varias maneras:
· Colaboración diplomática, como la de Florencio Varela, que viajó a París para negociar directamente con el gobierno francés y pedir ayuda contra Rosas.
· Propaganda escrita, en periódicos y panfletos que circularon en Montevideo y Europa, denunciando a Rosas como tirano y justificando la intervención extranjera en nombre de la “civilización”.
· Participación militar, uniéndose a ejércitos organizados o sostenidos por los franceses, y más tarde también por los ingleses.
Para Rosas y sus seguidores, esa actitud equivalía a la traición más grave: pedir la entrada de potencias extranjeras a cambio de beneficios políticos internos.
Dos modelos de país
La grieta no era solo personal contra Rosas, sino dos proyectos de país:
1. El proyecto federal rosista
Defensa de la soberanía frente a Europa.
Centralización de la aduana en Buenos Aires como motor de la Confederación.
Resistencia al libre comercio impuesto desde afuera.
Autoridad fuerte del Restaurador para mantener el orden.
2. El proyecto unitario
Apertura irrestricta al comercio con Europa.
Adhesión al modelo de “civilización” europea.
Crítica al “despotismo” de Rosas y a sus métodos represivos.
Disposición a aceptar tutela extranjera con tal de derrotar al Restaurador.
Estas diferencias hacían imposible una política exterior común. Mientras Rosas preparaba la resistencia, los unitarios trabajaban activamente para que la presión francesa aumentara.
La grieta como herida nacional
La “entrega unitaria” dejó una marca dolorosa en la memoria argentina. Significó que en uno de los momentos de mayor peligro para la soberanía, cuando una de las mayores potencias del mundo bloqueaba el puerto de Buenos Aires, parte de la dirigencia política prefirió ponerse del lado del invasor antes que respaldar al gobierno nacional.
El conflicto externo, que ya era desigual, se volvió más difícil todavía por esta fractura interna. Los franceses no solo tenían barcos y cañones: tenían también aliados dentro de la propia Argentina.
Una paradoja histórica
Paradójicamente, esta colaboración con el extranjero debilitó al campo unitario a largo plazo. La figura de Rosas salió reforzada: para amplios sectores del pueblo, él no era simplemente un caudillo autoritario, sino el defensor de la soberanía frente a la traición interna y la prepotencia externa.
La grieta, sin embargo, no se cerró. La Argentina del siglo XIX seguiría marcada por esa división, que se reabriría tras la caída de Rosas en 1852 y que condicionó buena parte de la historia nacional.
5. El proteccionismo y la política económica de Rosas
La política económica de Juan Manuel de Rosas no puede entenderse sin mirar el contexto del Río de la Plata en la primera mitad del siglo XIX. La joven Confederación Argentina carecía de industrias desarrolladas, dependía de la exportación de productos primarios —cueros, sebo, tasajo, lanas— y sufría la presión de las potencias industriales que buscaban abrir mercados. En ese marco, el modelo económico de Rosas se basó en tres pilares: el control de la aduana de Buenos Aires, una orientación proteccionista en favor de la producción local, y un uso estratégico del Banco Nacional como herramienta de financiamiento y control fiscal.
La Aduana: corazón del poder económico
La Aduana de Buenos Aires era el verdadero tesoro del país. Representaba más del 80% de los ingresos fiscales de la Confederación. Todos los productos que entraban o salían por el puerto debían pagar derechos. Controlar la aduana significaba, en los hechos, controlar los recursos que sostenían al Estado, al ejército y a la diplomacia.
Rosas defendía ese monopolio con uñas y dientes. Para él, descentralizar la recaudación equivalía a desfinanciar el poder nacional y abrir la puerta a la fragmentación. De allí su rechazo a la “libre navegación” exigida por Inglaterra y Francia: significaba quebrar el sistema aduanero y dejar a las provincias sin el sostén de la recaudación porteña.
Un proteccionismo pragmático
Aunque no existía un sistema industrial consolidado, Rosas aplicó un proteccionismo pragmático para defender a las actividades productivas locales frente al empuje de las manufacturas europeas.
Se establecieron aranceles altos para las importaciones que competían con productos locales, especialmente textiles.
Se favoreció la producción de saladeros y el comercio de carne salada y cueros, que eran el motor de la economía del Litoral.
Se protegió a los productores de lana ovina, que comenzaba a ser un recurso clave para la industria textil europea.
Este proteccionismo no era ideológico, sino defensivo: buscaba evitar que la Argentina se convirtiera en una economía completamente dependiente del libre comercio impuesto desde Europa.
El Banco Nacional y el problema de la moneda en el Río de la Plata
A comienzos del siglo XIX, la inestabilidad monetaria era un problema constante.
Circulaban monedas de distintos orígenes: españolas, portuguesas, inglesas, brasileñas e incluso fichas privadas.
La falta de un sistema bancario sólido favorecía la especulación de comerciantes y grandes terratenientes, que acumulaban metálico y manipulaban el crédito.
El Estado, en cambio, se veía obligado a financiar sus gastos militares y administrativos en medio de guerras civiles, bloqueos e invasiones.
En ese contexto, el control de la moneda y el crédito era un arma de poder tan importante como la artillería en los campos de batalla.
El Banco Nacional como herramienta política
Rosas comprendió este panorama y convirtió al Banco Nacional en una herramienta de control económico y político:
Regulación monetaria: limitó la emisión inorgánica para evitar una inflación descontrolada y frenó el desorden que podía provocar la circulación de monedas extranjeras.
Corte a la especulación: impidió que los grandes comerciantes porteños y los estancieros con liquidez manejaran la plaza financiera a su antojo. El Banco regulaba el crédito y mantenía bajo control los movimientos especulativos.
Apoyo al Estado: los préstamos del Banco Nacional fueron canalizados en gran medida al gobierno, financiando la defensa de la soberanía durante los bloqueos y sosteniendo los gastos militares.
Terratenientes, comerciantes y la disputa por el crédito
Los terratenientes y comerciantes portuarios, acostumbrados a operar con ventajas en un mercado abierto, chocaron de frente con esta política.
Querían manejar el crédito en beneficio propio, obteniendo ganancias rápidas en operaciones especulativas.
Rosas, en cambio, usó el Banco como instrumento de disciplina: el crédito estaba subordinado a la necesidad de la Patria y no al enriquecimiento individual.
Esto explica el odio de la oligarquía portuaria hacia Rosas: no solo los limitaba políticamente, sino que también los frenaba en el terreno económico.
El Banco como garante en tiempos de crisis
Durante los bloqueos, la economía argentina sufrió un estrangulamiento brutal:
Caída del comercio exterior.
Escasez de metálico (oro y plata).
Necesidad urgente de recursos para sostener el ejército y la administración.
El Banco Nacional funcionó entonces como válvula de equilibrio:
Otorgó préstamos al gobierno para financiar la resistencia.
Aseguró que la moneda no perdiera totalmente su valor.
Brindó confianza relativa en la plaza porteña en medio de la guerra.
El papel del Banco Nacional muestra que la política económica de Rosas no se redujo a la Aduana y al proteccionismo. Hubo también un control financiero consciente, orientado a:
Defender la soberanía económica frente a la especulación.
Sostener al Estado en tiempos de crisis.
Subordinar los intereses privados a la causa pública.
En definitiva, el Banco Nacional fue para Rosas lo que las cadenas del Paraná fueron para Mansilla: un instrumento para frenar el avance de intereses extranjeros y oligárquicos, aunque el costo fuera generar resistencias entre los poderosos de la época.
La política agraria: equilibrio entre estancieros y pequeños productores
Rosas provenía de una familia de estancieros, pero no gobernó solo para ellos. Su política agraria intentó mantener un equilibrio:
Favoreció a los grandes propietarios en cuanto a seguridad y orden, indispensable para la producción.
Pero también procuró garantizar espacio para los arrendatarios, chacareros y pequeños productores, conscientes de que eran la base social que sostenía al régimen.
Además, su alianza con los sectores populares —los gauchos y las milicias rurales— se sostuvo en la práctica: la defensa militar de la Confederación dependía de esos mismos hombres del campo.
Enemigos internos: la oligarquía portuaria
El proteccionismo rosista y el férreo control de la aduana generaron el odio de la oligarquía portuaria y comercial de Buenos Aires. Estos sectores querían una apertura plena al comercio con Europa, sin impuestos altos ni trabas aduaneras. Para ellos, Rosas era un obstáculo a los negocios y una amenaza a sus privilegios.
Muchos de estos comerciantes se volcaron al unitarismo o conspiraron desde Montevideo, convencidos de que la intervención extranjera abriría definitivamente los ríos y las aduanas a su favor. Así, la política económica de Rosas no solo lo enfrentó a las potencias europeas, sino también a una parte poderosa de las élites porteñas.
El trasfondo económico del conflicto con Europa
La política económica de Rosas explica en buena medida por qué Inglaterra y Francia estaban tan decididas a quebrarlo. Para las potencias, la Confederación debía convertirse en un mercado abierto para sus productos manufacturados y un proveedor barato de materias primas. La negativa de Rosas a aceptar esa subordinación económica era interpretada en Londres y París como un desafío inaceptable.
De esta manera, la batalla por la “libre navegación” no era solo un asunto de barcos en el Paraná: era la expresión militar y diplomática de un conflicto económico más profundo, entre el proteccionismo soberano de la Confederación y el librecambio imperial de las potencias industriales
6. Consecuencias del bloqueo y la “hora de la chusma”
El bloqueo francés de 1838, y luego el bloqueo anglo-francés de 1845, fueron golpes brutales para la economía de la Confederación Argentina. En teoría, estos bloqueos buscaban asfixiar al gobierno de Rosas hasta obligarlo a rendirse. Pero la realidad fue más compleja: el bloqueo trajo crisis y sufrimiento, sí, pero también generó un fenómeno inesperado: la consolidación de Rosas como jefe indiscutido de la resistencia nacional y la movilización de sectores populares en defensa de la soberanía.
La parálisis económica
El primer efecto fue la parálisis del comercio exterior. Con el puerto de Buenos Aires cerrado por cañoneras francesas, los barcos mercantes no podían entrar ni salir libremente. La aduana, principal fuente de ingresos del Estado, sufrió un desplome dramático.
Escasez de productos importados: telas, herramientas, lujos europeos.
Aumento de precios: inflación en artículos básicos.
Caída en la recaudación: menos recursos para pagar sueldos militares y sostener la administración.
Contrabando: Montevideo se convirtió en un puerto alternativo, abastecido por las mismas escuadras extranjeras.
La intención francesa era clara: quebrar la economía y provocar el derrumbe interno del régimen.
El hambre y la carestía
Los sectores populares fueron los que más sufrieron. El hambre se expandió, especialmente en los arrabales de Buenos Aires y en algunas provincias dependientes del comercio fluvial. Los salarios se depreciaron, los oficios urbanos se quedaron sin trabajo, y los precios de bienes de primera necesidad se dispararon.
Lejos de rebelarse contra Rosas, como esperaban los franceses y los unitarios, estos sectores entendieron que el enemigo no era el Restaurador sino el extranjero. El discurso de Rosas, que presentaba la lucha como una defensa de la Patria contra el colonialismo, caló hondo en quienes padecían las privaciones.
“La hora de la chusma”
La expresión “la hora de la chusma” se utilizó de manera despectiva por las élites opositoras para referirse al protagonismo de las clases bajas durante la crisis. Para la aristocracia unitaria y portuaria, la “chusma” —negros, mulatos, gauchos, mujeres humildes, inmigrantes pobres— no era más que un obstáculo al “progreso civilizado” que soñaban bajo el amparo europeo.
Sin embargo, esa “chusma” fue la que sostuvo a Rosas:
Los gauchos, enrolados en milicias, defendieron las barrancas y los fortines.
Los negros libertos y sus descendientes, muchos organizados en regimientos, fueron la base del ejército federal.
Las mujeres del pueblo colaboraron en la logística, cosiendo ropas, atendiendo heridos y organizando colectas.
Los sacerdotes federales predicaban en los púlpitos que la resistencia contra el extranjero era deber religioso.
Lo que para los unitarios era una “horda”, para Rosas era el pueblo en armas. Y en esa alianza entre el Restaurador y la “chusma” se cimentó la resistencia nacional.
Fortalecimiento de Rosas
Lejos de debilitarlo, el bloqueo reforzó el poder de Rosas en varios sentidos:
Unidad interna: las provincias entendieron que no podían fragmentarse frente al enemigo exterior.
Legitimidad popular: los sectores humildes se identificaron con el Restaurador como defensor de la Patria.
Control político: Rosas utilizó el contexto de guerra para consolidar la disciplina interna y sofocar disidencias.
El resultado fue que el bloqueo, pensado como un arma de presión, se convirtió en el escenario donde Rosas se consolidó como líder nacional y símbolo de soberanía.
Una enseñanza inesperada para Europa
Cuando Francia en 1838 y más tarde Inglaterra en 1845 decidieron intervenir en el Río de la Plata, lo hicieron convencidos de que se enfrentaban a un Estado débil, incapaz de resistir la presión de dos potencias navales. Para las cancillerías de París y Londres, bastaría con desplegar cañones frente a Buenos Aires y bloquear el comercio para que Rosas aceptara la libre navegación de los ríos y la apertura irrestricta al mercado europeo. Estaban seguros de que el colapso económico derrumbaría en cuestión de semanas al régimen federal.
Pero el cálculo resultó equivocado. Lo que encontraron no fue una nación dispuesta a rendirse, sino un pueblo que, a pesar de sus carencias y divisiones, eligió resistir. Los hombres humildes de la campaña, los gauchos, los negros libertos, los artesanos y pequeños comerciantes, a quienes las élites llamaban con desprecio “la chusma”, fueron los que sostuvieron la defensa. Ellos se alistaron en las milicias, arrastraron cañones por las barrancas del Paraná, fabricaron municiones y se batieron contra navíos infinitamente más poderosos. La causa de la soberanía, traducida en el discurso federal, logró lo que pocos esperaban: cerrar filas detrás de Rosas, más allá de diferencias políticas, porque la Patria estaba en peligro.
Lejos de debilitar al Restaurador, los bloqueos lo fortalecieron. La batalla de la Vuelta de Obligado, aunque militarmente desfavorable, se convirtió en mito patriótico. El sacrificio de centenares de hombres fue exaltado como símbolo de dignidad, y Rosas pasó a ser visto no solo como jefe político, sino como el líder que había enfrentado a los imperios más poderosos del planeta. El enemigo no había conseguido abrir los ríos ni forzar tratados ventajosos: había generado, sin quererlo, una mística nacional que unía la memoria de la independencia con la defensa de la soberanía.
Para Europa, la enseñanza fue amarga. La Argentina no era un mercado fácil de conquistar ni un país que se sometiera al primer cañonazo. Había en esta tierra una voluntad de resistencia que no podía comprarse ni quebrarse con facilidad. Los comerciantes británicos y franceses, que esperaban ganancias rápidas, descubrieron pérdidas económicas y desprestigio político. Y en el mundo, la imagen de la intervención cambió: ya no era la cruzada civilizatoria que habían proclamado, sino un intento imperialista que había chocado con la dignidad de un pueblo pequeño, pero obstinado.
De esa experiencia quedó una lección para la historia: la soberanía no se mide solo en ejércitos, sino en la decisión de un pueblo de no entregarse. Lo que debía ser una derrota se transformó en un ejemplo que, con el paso del tiempo, fue rescatado como hito fundacional de la soberanía argentina. Los europeos se retiraron con las manos vacías; los argentinos quedaron con una certeza: que la Patria, aun en la adversidad, se defiende con orgullo.
7. Santa Cruz, Heredia y el ejército auxiliar
Mientras Francia bloqueaba Buenos Aires en 1838 y las potencias europeas buscaban abrir el Paraná, las guerras civiles en el interior y las rivalidades regionales abrían otros frentes de conflicto para Rosas. La Confederación no solo debía resistir a las cañoneras francesas: también debía enfrentar la ambición de caudillos vecinos, las conspiraciones de los unitarios exiliados y las tensiones entre provincias.
Andrés de Santa Cruz y la Confederación Perú-Boliviana
En el norte se levantaba la figura de Andrés de Santa Cruz, mariscal boliviano que había logrado articular la Confederación Perú-Boliviana (1836–1839). Su proyecto, que unía Bolivia con el sur del Perú, era visto con desconfianza por los países vecinos: Chile temía la creación de un bloque poderoso en el Pacífico, y la Argentina rosista lo consideraba una amenaza directa para el norte andino y el comercio altoperuano.
Santa Cruz buscó expandir su influencia hacia las provincias del noroeste argentino, apoyando a sectores contrarios a Rosas. Con la excusa de la inestabilidad local, envió fuerzas que invadieron territorios del norte argentino, generando choques militares.
Para Rosas, esa incursión equivalía a un acto de guerra contra la soberanía argentina. La amenaza no provenía ya solo de Europa: también de un vecino americano con ambiciones hegemónicas.
El asesinato de Alejandro Heredia
En ese mismo contexto, la política interna ardía. En 1838, en Tucumán, fue asesinado el gobernador Alejandro Heredia, figura clave del federalismo norteño y aliado estratégico de Rosas. Su muerte no solo desestabilizó a la región, sino que también abrió las puertas a movimientos opositores que buscaron debilitar la influencia de Buenos Aires en el interior.
El asesinato de Heredia fue celebrado por los enemigos de Rosas, tanto en el interior como en el exilio unitario, y se convirtió en símbolo de la fragilidad del poder federal fuera del núcleo porteño-litoral.
El ejército auxiliar unitario
Los unitarios exiliados no se conformaban con panfletos y alianzas diplomáticas: también intentaron armar un ejército con apoyo extranjero para invadir la Confederación. Aprovechando la presencia francesa en el Río de la Plata, organizaron contingentes militares en Montevideo y en el sur de Brasil.
Este “ejército auxiliar” estaba compuesto por exiliados argentinos, mercenarios europeos y voluntarios orientales enemigos de Oribe. Su objetivo era penetrar en territorio argentino y abrir un frente interno que coincidiera con el bloqueo francés.
El solo hecho de que argentinos participaran bajo bandera extranjera fue visto por Rosas como la traición máxima. Desde su perspectiva, no se trataba de una guerra de federales contra unitarios, sino de unitarios convertidos en instrumentos de la dominación europea.
Una guerra en múltiples frentes
La combinación de estos factores convirtió al período en una guerra en varios frentes simultáneos:
En el Río de la Plata, el bloqueo francés estrangulaba la economía.
En el Litoral, Montevideo servía de base para los unitarios aliados a Rivera y a Francia.
En el Noroeste, Santa Cruz proyectaba su Confederación hacia las provincias argentinas.
En el Norte, el asesinato de Heredia desestabilizaba a Tucumán y dejaba huérfano al federalismo local.
En el exilio, los unitarios organizaban un ejército auxiliar para atacar desde afuera.
Era, en términos estratégicos, un cerco sobre Rosas: presiones exteriores, rebeliones interiores y traiciones políticas.
La respuesta rosista
Rosas respondió con su estilo característico: firmeza y disciplina. Ordenó la movilización de milicias, envió fuerzas al norte para contener a Santa Cruz y reforzó su apoyo a Manuel Oribe en la Banda Oriental. Al mismo tiempo, convirtió el discurso de la resistencia en una causa nacional: defender a la Confederación no era solo defender a Rosas, era defender la Patria frente a una conspiración de enemigos múltiples.
Significado histórico
El episodio de Santa Cruz, el asesinato de Heredia y la formación del ejército auxiliar muestran hasta qué punto la Argentina del siglo XIX no podía separar las guerras civiles internas de las intervenciones extranjeras. Todo estaba entrelazado:
Las potencias europeas se apoyaban en los unitarios.
Los unitarios buscaban respaldo en caudillos extranjeros.
Los enemigos de Rosas, dentro y fuera del país, coincidían en un mismo objetivo: quebrar el poder de la Confederación.
Pero también muestran algo más: frente a esa coalición múltiple, Rosas logró mantener cohesionada a la Confederación y proyectarse como defensor de la soberanía nacional, un rol que lo fortalecería políticamente a pesar del costo humano y económico.
8. El apoyo de San Martín
En medio del bloqueo francés y de la crisis interna, llegó a Buenos Aires una noticia que marcó un antes y un después: José de San Martín, desde su exilio en Boulogne-sur-Mer (Francia), ofrecía su apoyo moral y material a Rosas en la lucha contra el extranjero.
El Libertador en Europa
San Martín había dejado el Río de la Plata en 1824, tras renunciar al mando supremo en el Perú y retirarse de la política activa. Desencantado por las luchas internas entre unitarios y federales, se instaló primero en Bruselas, luego en París y finalmente en Boulogne, donde llevó una vida austera, pendiente de la salud de su hija Merceditas y siempre siguiendo con atención las noticias de América.
Aunque alejado físicamente, San Martín nunca dejó de sentirse parte de la causa emancipadora. Su silencio político frente a las divisiones internas no significaba indiferencia: aguardaba, más bien, que alguien retomara la defensa de la soberanía en el Río de la Plata.
Una carta decisiva
En 1839, San Martín escribió a Tomás Guido, su antiguo compañero de campañas y representante argentino en Chile, una carta donde manifestaba con claridad su posición:
“He sentido una verdadera satisfacción al ver la resistencia hecha por los argentinos a la escuadra francesa; ella prueba lo que siempre he creído: que nuestro pueblo no es inferior a ningún otro cuando se trata de defender su honor y su independencia.”
No se trataba de una declaración ligera. El hombre que había cruzado los Andes, que había dado la independencia a Chile y al Perú, veía en la actitud de Rosas frente a Francia la continuidad de la gesta emancipadora iniciada en 1810.
El sable como legado
El gesto más contundente llegó en 1844, cuando San Martín redactó su testamento en Boulogne. Allí dispuso:
“El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la Independencia será entregado al general de la República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como prueba de la satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la Patria contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla.”
Ese sable había estado en Chacabuco, en Maipú, en el cruce de los Andes, en la campaña del Perú. Era el símbolo material de la independencia americana. Que San Martín lo destinara a Rosas significaba un reconocimiento explícito: el Restaurador había defendido la soberanía argentina con la misma dignidad con la que los ejércitos libertadores habían enfrentado a España.
El valor simbólico del apoyo
El apoyo de San Martín fue decisivo en varios planos:
Moral: reforzó la legitimidad internacional de Rosas. El Libertador era respetado incluso por sus detractores, y su respaldo inclinó la balanza moral.
Histórico: unió dos etapas de la historia argentina —la independencia y la defensa de la soberanía— como parte de un mismo proceso.
Político: debilitó el discurso unitario en Europa, que presentaba a Rosas como un tirano aislado.
En suma, San Martín otorgó a Rosas una carta de honor frente al mundo.
La paradoja de Boulogne
La paradoja es que este respaldo se dio mientras San Martín residía en Francia, el mismo país que bloqueaba el Río de la Plata. Desde allí, el viejo general contemplaba con indignación cómo la patria que él había ayudado a liberar era ahora asediada por nuevas formas de colonialismo. Su apoyo a Rosas no fue un gesto personal: fue un grito de coherencia histórica, un recordatorio de que la independencia no había terminado en 1816, sino que seguía defendiéndose cada vez que la soberanía estaba en peligro.
El episodio del sable y de las cartas de San Martín se convirtió en uno de los argumentos más poderosos del revisionismo histórico en defensa de Rosas. Durante mucho tiempo, la historiografía liberal intentó minimizarlo, pero la verdad es innegable: el Libertador de América reconoció en Rosas al defensor de la Patria frente a las potencias extranjeras.

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