La Vuelta de Obligado y la Patria. Parte II
- Roberto Arnaiz
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Introducción a la Parte II — La Vuelta de Obligado y la Patria
Entre las brumas del Paraná no solo se jugó una batalla: se puso a prueba un modelo de país. La primera mitad del siglo XIX dejó un tablero encendido donde el librecambio británico y la ambición francesa pretendían convertir la cuenca del Plata en una vía abierta “por principio”, copiando precedentes europeos que nada tenían que ver con nuestros ríos interiores. Del otro lado, la Confederación de Rosas respondió con una idea simple y contundente: las aguas que alimentan a un pueblo son “calles de casa”, y su control es condición de la soberanía.
La consigna de la “libre navegación” llegó como fórmula jurídica y como ariete económico. Bajo esa etiqueta, Londres y París buscaban acceso directo a las riquezas del Litoral, tarifas a su medida y la neutralización de la Aduana porteña, corazón fiscal del Estado. El ultimátum francés de 1838, los bloqueos, el contrabando y la carestía pretendieron quebrar la resistencia. Sin embargo, ocurrió lo contrario: la crisis forjó una solidaridad áspera entre milicias de campaña, artesanos, negros libertos y clero rural, mientras la oposición unitaria, refugiada en Montevideo, apostaba por la tutela extranjera y profundizaba la fractura interna.
En ese clima de cerco múltiple —presión naval en el estuario, intrigas diplomáticas y guerra civil larvada— la política económica de Rosas, con su proteccionismo defensivo y el uso del Banco Nacional como dique frente a la especulación, se volvió un acto de gobierno y de guerra a la vez. Y sobre ese telón de fondo, una voz desde Boulogne le dio espesor histórico a la causa: San Martín, con su sable legado al Restaurador, señaló que la defensa del Paraná era continuidad de la emancipación.
Así llegamos a Vuelta de Obligado (1845): el punto donde la disputa doctrinaria se hace hierro, pólvora y cadenas tendidas de barranca a barranca. Allí se medirán no solo cañones y corbetas, sino dos lógicas irreconciliables: la apertura impuesta por los imperios y el derecho de un país a ordenar sus ríos, su renta y su destino. La Parte II contará ese choque —los preparativos de Mansilla, el combate desigual, la derrota táctica y la victoria moral— y seguirá el hilo de sus consecuencias: cómo una jornada sangrienta, perdida en el mapa para los poderosos, terminó enseñando a Europa que en estas orillas la soberanía no es una palabra: es una decisión.
1. La muerte de Encarnación y el clero federal
Encarnación Ezcurra: la compañera política
El 18 de octubre de 1838, en pleno conflicto con Francia, falleció Encarnación Ezcurra, esposa de Rosas. Su muerte marcó un golpe profundo, no solo en la vida personal del Restaurador, sino también en el sostén político del régimen.
Encarnación no había sido una mujer pasiva ni relegada a las sombras.
Durante la primera gobernación de Rosas (1829–1832) y especialmente durante su viaje a la “Campaña del Desierto”, ella se convirtió en la verdadera jefa política en Buenos Aires. Fue quien organizó la Sociedad Popular Restauradora, núcleo de la Mazorca, y quien alentó las movilizaciones federales que presionaron para que Rosas fuera nuevamente llamado al poder en 1835.
Su capacidad para manejar la política porteña, movilizar a las masas y sostener la figura de su marido la transformaron en una figura temida y respetada. La muerte de Encarnación, a los 48 años, privó a Rosas de su compañera más cercana, de su confidente y de la estratega que había sido clave para consolidar su poder.
En lo íntimo, Rosas quedó devastado. Testimonios de la época cuentan que lloró desconsoladamente y que durante días no pudo atender asuntos de gobierno con normalidad. Pero la guerra con Francia no le dio tregua: debía recomponerse de inmediato y volver al frente político y militar.
El clero federal: púlpitos en defensa de la Patria
Mientras Rosas sufría la pérdida de Encarnación, otro pilar sostenía al régimen en esos años críticos: el clero federal.
La Iglesia, lejos de ser neutral, tuvo un papel central en la resistencia contra la intervención extranjera. Desde los púlpitos, los sacerdotes federales denunciaban la prepotencia francesa y exaltaban la defensa de la soberanía como un deber cristiano. La lucha contra el extranjero era presentada como una “guerra justa” en la que Dios mismo respaldaba la causa federal.
Los sermones dominicales, en un tiempo donde la misa era uno de los principales espacios de reunión comunitaria, se convirtieron en actos políticos de adhesión al Restaurador. La figura de Rosas era presentada como un elegido providencial para defender la Patria de la agresión imperial.
Incluso se llegó a equiparar la lucha contra Francia con una cruzada por la independencia de los pueblos americanos. El mensaje era claro: apoyar a Rosas era apoyar a la Nación y a Dios al mismo tiempo.
Religión y política: una alianza estratégica
Rosas comprendió el valor de esa prédica y la utilizó como parte de su política. El régimen se presentó como garante de la tradición católica frente al “progreso impío” que, se decía, traían los unitarios aliados a Francia e Inglaterra.
En este marco, símbolos como el cintillo punzó, las festividades patrias y las procesiones religiosas se entrelazaron. La frontera entre religión y política se difuminó: la Patria y la Fe eran dos caras de la misma causa.
Sin dudas, la muerte de Encarnación Ezcurra mostró el costado humano de Rosas: el caudillo férreo también podía ser un hombre abatido por el dolor. Pero al mismo tiempo, la prédica del clero federal reforzó el andamiaje ideológico de la resistencia.
Así, mientras en lo íntimo Rosas enfrentaba una de sus mayores pérdidas, en lo público emergía una alianza sólida entre Estado, pueblo y religión, que permitió sostener la moral durante los años más duros del bloqueo.
2. Intrigas, conspiraciones y festejos federales
La política como conspiración permanente
El gobierno de Rosas, especialmente durante los años del bloqueo francés y luego anglo-francés, se desarrolló en un clima de conspiración constante. No pasaba un mes sin que circularan rumores de levantamientos, planes de asesinato o alianzas secretas entre unitarios exiliados y sectores descontentos dentro de la propia Confederación.
Gran parte de estas intrigas nacían en Montevideo, refugio de los unitarios y base de operaciones de los franceses. Desde allí partían agentes que buscaban provocar sublevaciones en las provincias argentinas, en especial en las del litoral. También se tramaban pactos con caudillos menores, estancieros resentidos o comerciantes porteños afectados por el proteccionismo rosista.
La oligarquía portuaria —los grandes comerciantes y estancieros de Buenos Aires— fue uno de los grupos más activos en estas conspiraciones. Rosas, al imponer un férreo control aduanero y limitar la especulación financiera, había tocado sus intereses. Muchos de estos hombres preferían ver al país bajo la tutela europea antes que bajo el “despotismo” del Restaurador.
El Pardejón y las intrigas diplomáticas
Entre los actores de estas maniobras se destacó un personaje pintoresco y turbio: el Pardejón (apodo con el que se conocía al diplomático francés Aimé Roger). Este embajador jugó un papel ambiguo, negociando acuerdos mientras alentaba a los opositores internos a sublevarse contra Rosas.
Las intrigas diplomáticas del Pardejón buscaban convencer a las provincias de que Francia era una aliada civilizadora y que Rosas era un obstáculo para el progreso. Sin embargo, la mayoría de los gobernadores provinciales terminaron cerrando filas con el Restaurador, porque comprendían que detrás de las promesas francesas estaba la amenaza de la intervención directa.
La conspiración de los estancieros
En medio del bloqueo y las amenazas externas, Rosas tampoco tenía asegurada la lealtad dentro de sus propias fronteras. No bastaba con vigilar a los unitarios refugiados en Montevideo ni con seguirle el rastro a los agentes diplomáticos europeos: el peligro también acechaba en la campaña bonaerense, en las mismas estancias que habían prosperado bajo la expansión ganadera.
Estos grandes propietarios —hombres de fortuna y apellido, habituados a disponer de sus peones, de su tierra y de sus recursos sin rendir cuentas a nadie— comenzaron a ver en el Restaurador un obstáculo incómodo. La férrea disciplina rosista, el control sobre el comercio, la centralización de las decisiones y la obligación de aportar hombres y ganado para la guerra chocaban con esa vieja cultura de autonomía casi feudal. Rosas no solo limitaba su margen de maniobra económica, sino que además exigía un compromiso político absoluto: la famosa “sumisión sin condiciones”.
De ese malestar nació lo que luego sería conocida como la “conspiración de los estancieros”. No se trataba de un movimiento popular, ni de caudillos provinciales levantados en armas, sino de un sector privilegiado de la élite rural bonaerense que, con dinero y contactos, intentó fraguar un complot contra el régimen. La conjura fue descubierta antes de alcanzar mayores dimensiones: las comunicaciones fueron interceptadas, los implicados detenidos y el proyecto sofocado con rapidez.
La respuesta de Rosas fue implacable. Para él, la traición interna tenía la misma gravedad que los cañonazos extranjeros. En sus bandos y proclamas, el Restaurador equiparaba al conspirador local con el invasor europeo: ambos atentaban contra la integridad de la Patria y debían recibir el mismo castigo ejemplar. La represión no fue solo un acto de justicia política: también fue una advertencia hacia toda la sociedad. En tiempos de guerra nacional, no había espacio para medias tintas ni para lealtades condicionadas.
La conspiración de los estancieros quedó, entonces, como un episodio revelador: la lucha por la soberanía no enfrentaba únicamente a la Argentina contra potencias extranjeras, sino también al poder central de Rosas contra aquellos sectores internos que se resistían a perder sus privilegios tradicionales.
Los festejos federales
Frente a este clima de intrigas, Rosas desplegaba otra estrategia: el culto público al federalismo a través de fiestas, desfiles y celebraciones.
Los festejos federales cumplían varias funciones:
Movilización popular: eran eventos masivos donde el pueblo se sentía parte de la causa.
Propaganda política: se exaltaba la figura del Restaurador como defensor de la Patria.
Control social: la asistencia a estos actos servía como prueba de lealtad política.
En esas celebraciones predominaban los símbolos: el cintillo punzó, la música patriótica, las banderas federales. Se organizaban procesiones religiosas combinadas con desfiles militares, lo que reforzaba la idea de que la lucha contra el extranjero era una misión sagrada.
Incluso se realizaban banquetes populares, donde los sectores humildes podían compartir mesa y comida en nombre de la causa federal. Era la manera de mostrar que Rosas no gobernaba solo para la élite, sino también para la “chusma” que había tomado protagonismo en la resistencia.
El Partido Americano vs. el Partido Europeo
En este contexto de conspiraciones y festejos surgió la idea de que la Argentina estaba dividida entre dos partidos simbólicos:
El Partido Americano, que defendía la soberanía, la tradición y la causa federal.
El Partido Europeo, compuesto por unitarios y oligarcas que buscaban apoyo en Francia e Inglaterra.
La oposición ya no era solo entre federales y unitarios: era entre Patria o colonia, entre independencia o sumisión. Esta simplificación política fue un recurso poderoso de Rosas para consolidar apoyos y deslegitimar a sus enemigos.
Las intrigas y conspiraciones muestran hasta qué punto el régimen de Rosas debió enfrentar enemigos múltiples: unitarios exiliados, diplomáticos extranjeros, estancieros descontentos y comerciantes que soñaban con libre comercio irrestricto.
Pero los festejos federales y la propaganda popular permitieron neutralizar gran parte de esas amenazas. Rosas supo convertir la resistencia en un espectáculo político, donde el pueblo se reconocía como protagonista de la defensa nacional.
De esta manera, mientras los enemigos trabajaban en las sombras, el Restaurador llenaba las plazas de color punzó, de música y de símbolos patrióticos que consolidaban la lealtad.
3. Resistencia y contradicciones del rosismo
Brasil y la invasión europea
El Imperio del Brasil fue un actor decisivo en la política rioplatense del siglo XIX. Aunque formalmente no participó en la batalla de la Vuelta de Obligado, su papel como aliado estratégico de Gran Bretaña y rival regional de la Confederación Argentina influyó en todo el conflicto.
Brasil había intervenido antes en la región: fue protagonista en la creación del Estado Oriental del Uruguay tras la Cisplatina y, a partir de allí, mantuvo un interés constante en debilitar a la Argentina para evitar que se consolidara como potencia en el Plata. Para el Imperio brasileño, era fundamental que ni Rosas ni la Confederación absorbieran definitivamente a Uruguay, que funcionaba como una especie de estado tapón entre ambos gigantes.
Cuando Inglaterra y Francia desplegaron sus escuadras en el Paraná, Brasil no envió tropas, pero sí prestó apoyo diplomático y logístico:
Ofreció a los europeos puertos de escala en el Atlántico.
Sostuvo en secreto la idea de que un derrocamiento de Rosas facilitaría la estabilidad en el Río de la Plata.
Alimentó a las facciones unitarias y coloradas de Uruguay, con las que compartía el interés de frenar a Oribe y a Rosas.
Para Rosas, la posición brasileña fue otra evidencia de que el imperialismo europeo y el brasileño formaban un frente común. No en vano, años más tarde, los mismos británicos y brasileños apoyarían la caída de Rosas en Caseros.
En síntesis, Brasil no disparó un tiro en Obligado, pero estuvo entre los beneficiarios estratégicos de la intervención europea. Su rol fue el del socio silencioso de Inglaterra, que aseguraba que la Argentina no pudiera consolidar un poderío hegemónico en el Plata.
El santo francés y unitario
La intervención francesa de 1838, y luego la anglo-francesa de 1845, fueron acompañadas de una poderosa maquinaria propagandística. París y Montevideo no solo enviaban barcos y soldados: también exportaban discursos e ideas que presentaban la guerra como una cruzada civilizadora.
Los franceses se autoproclamaban los defensores de la “libertad, igualdad y fraternidad”, presentándose como portadores de los ideales de la Revolución Francesa. En los panfletos y periódicos distribuidos en Montevideo se repetía que Francia venía a liberar a los argentinos de la tiranía de Rosas.
El discurso era seductor: Rosas aparecía como un déspota bárbaro, mientras Francia se presentaba como una especie de santo laico y unitario, el redentor de un pueblo oprimido.
Los unitarios exiliados aprovecharon esa narrativa:
Florencio Varela, desde Montevideo, escribió incansablemente panfletos que describían a Rosas como el “Nerón del Plata”.
Los periódicos orientales y europeos repitieron la idea de que el bloqueo era un sacrificio necesario para salvar a la civilización en América.
Incluso se pintaba a la escuadra francesa como una “misionera de la libertad”.
La ironía era evidente: quienes venían a imponer privilegios comerciales por la fuerza y a exigir la libre navegación eran presentados como libertadores. Y los argentinos que resistían eran tachados de bárbaros.
Este “santo francés y unitario” fue un mito cuidadosamente construido, pero en los hechos contrastaba con la realidad: Francia no buscaba la libertad de los argentinos, sino la apertura de sus ríos y mercados.
El terror de 1842 y la Mazorca
No todo en el gobierno de Rosas fue resistencia heroica. Para sostener el poder en un escenario de bloqueos, conspiraciones y guerras civiles, el Restaurador recurrió a un instrumento temido y odiado: la Mazorca, brazo parapolicial de la Sociedad Popular Restauradora.
La Mazorca actuaba en las calles de Buenos Aires y en la campaña como garante del orden federal. Sus métodos eran brutales:
Espionaje político.
Escarmientos públicos contra opositores.
Intimidación con cintillos punzó obligatorios para marcar lealtad.
Ejecuciones sumarias en casos de traición comprobada.
En 1842, en el marco de la Guerra Grande —el extenso conflicto civil que enfrentó a federales y unitarios en el Río de la Plata, con la participación directa de Uruguay, Argentina, Brasil y los exiliados argentinos—, y bajo la presión de los bloqueos anglo-franceses, la Mazorca desató una ola de violencia que pasó a la historia como el “terror de 1842”.
Los opositores unitarios, reales o sospechados, fueron perseguidos sin piedad. Casas saqueadas, familias hostigadas, hombres ejecutados. Para los enemigos de Rosas, la Mazorca era la encarnación del despotismo. Para sus partidarios, un mal necesario: un instrumento de control que evitaba la disolución interna en tiempos de guerra y conspiración.
El terror de 1842 mostró el costo humano del rosismo: la defensa de la soberanía frente al extranjero se combinaba con un régimen interno de represión que dejó cicatrices profundas en la sociedad porteña.
Significado de estos tres puntos
Brasil y la invasión europea: demuestra que Rosas no luchaba solo contra potencias lejanas, sino contra una coalición regional e imperial que incluía al Imperio del Brasil.
El santo francés y unitario: revela la batalla ideológica, donde Francia y los unitarios presentaban la intervención como “civilización”, ocultando su carácter colonial.
El terror de 1842 y la Mazorca: recuerda que la resistencia soberana tuvo un lado oscuro: el uso del miedo y la represión interna para sostener la unidad frente a enemigos múltiples.
4. El segundo bloqueo y la intervención anglo-francesa
De la protesta al ultimátum conjunto
El fracaso relativo del bloqueo francés de 1838–1840 había dejado en claro a Europa que Rosas no era un caudillo fácil de derribar. Francia, sola, no había conseguido sus objetivos: ni abrir los ríos interiores ni doblegar al Restaurador. Pero a mediados de la década de 1840, las circunstancias cambiaron.
Inglaterra, que hasta entonces había mantenido una actitud expectante, decidió intervenir. ¿Por qué? Porque sus intereses comerciales estaban directamente afectados. Londres veía que Rosas sostenía con firmeza el monopolio aduanero del puerto de Buenos Aires, que limitaba la entrada de manufacturas británicas al interior del continente. Además, las guerras en Uruguay y el enfrentamiento con los unitarios exiliados amenazaban con desestabilizar un espacio que para los ingleses debía ser “seguro” para el comercio atlántico.
El pretexto oficial fue idéntico al que había usado Francia: la supuesta defensa de la “libre navegación de los ríos”. Con ese argumento, Inglaterra se presentaba como garante de la libertad comercial y del progreso de las naciones sudamericanas. Pero detrás de esa máscara había un objetivo muy concreto: quebrar el control porteño sobre el Paraná y abrir las rutas fluviales a la Royal Navy y a sus mercaderías.
Así, en 1845, Inglaterra —el imperio comercial más poderoso del mundo— se sumó a Francia para lanzar una nueva ofensiva. La presión era ahora doble: la Royal Navy y la Marine Nationale actuando juntas. En Londres se repetía con crudeza la consigna de que había que “ganar mercados a cañonazos”. La intervención no fue un acto altruista ni civilizador, sino una apuesta imperial para abrir a la fuerza el comercio de la cuenca del Plata.
El ultimátum anglo-francés
El ultimátum de 1845 fue mucho más duro que el de 1838:
Exigía la apertura inmediata del Paraná a la navegación de todas las banderas.
Reclamaba el reconocimiento de privilegios comerciales.
Amenazaba con la ocupación militar de puertos estratégicos si Rosas no aceptaba.
La Confederación estaba nuevamente ante una encrucijada: ceder equivalía a entregar la soberanía; resistir significaba enfrentarse a las dos potencias navales más formidables del planeta.
Garibaldi, el “chacal italiano”
En este escenario convulso apareció una figura singular y polémica: Giuseppe Garibaldi. Años más tarde, el mundo lo recordaría como el héroe de la unificación italiana, con estatuas y canciones en su honor. Pero en el Río de la Plata de la década de 1840 su nombre despertaba miedo y odio. No era todavía un libertador, sino un aventurero sin patria, un marino que buscaba fortuna y gloria en cualquier causa que le abriera las puertas.
Al servicio de los intereses unitarios refugiados en Montevideo y bajo la protección de la flota anglo-francesa, Garibaldi comandó la llamada Legión Italiana. Con ella realizó incursiones sobre poblaciones ribereñas del litoral argentino. En Gualeguaychú, Colonia y otras ciudades sus tropas se lanzaron al saqueo: comercios incendiados, viviendas arrasadas, familias aterrorizadas. Los federales comenzaron a llamarlo con desprecio el “chacal italiano”, un extranjero que no dudaba en ensañarse con poblaciones indefensas.
Garibaldi representaba una dimensión distinta del conflicto: ya no era solo una guerra diplomática y naval, sino también una guerra irregular, con mercenarios europeos que intervenían en suelo argentino. Su presencia evidenciaba hasta qué punto los bloqueos y la disputa por los ríos habían atraído a soldados de fortuna, dispuestos a vender su espada al mejor postor.
El contraste es inevitable: mientras en Italia se lo celebraría como símbolo del patriotismo y la libertad, en el Río de la Plata quedó grabado en la memoria popular como un corsario brutal, un actor menor de un drama mayor, que ensució con sangre civil los nombres de “libertad” y “progreso” que decían defender las potencias extranjeras.
Preparativos de defensa
Rosas comprendió que la batalla sería desigual, pero no se resignó. Bajo su mando, se organizaron fortificaciones en las barrancas del Paraná, especialmente en un recodo cercano a San Pedro conocido como la Vuelta de Obligado.
El encargado de preparar la defensa fue Lucio Norberto Mansilla, general federal y sobrino de Rosas. Su plan consistía en tender gruesas cadenas de hierro de orilla a orilla del río, sostenidas por barcazas, para impedir el avance de las escuadras enemigas. En las barrancas se instalaron baterías de cañones, y en la costa se concentraron gauchos y milicianos dispuestos a resistir.
Era una estrategia ingeniosa, aunque limitada por la inferioridad de recursos: las fuerzas argentinas eran improvisadas, con artillería de corto alcance y tropas mal equipadas, frente a navíos europeos que representaban la tecnología militar más avanzada del mundo.
La batalla ideológica
Antes incluso de dispararse el primer cañonazo, el segundo bloqueo ya era una batalla ideológica.
Para Inglaterra y Francia, se trataba de una cruzada por el comercio libre y la “civilización”.
Para Rosas, era una lucha por la soberanía y la dignidad nacional.
Para los unitarios en Montevideo, era la oportunidad de oro para derrotar al Restaurador y regresar al poder con ayuda extranjera.
Los periódicos de París y Londres hablaban de “libertar al pueblo argentino de la tiranía”. En Buenos Aires, los diarios federales replicaban: “No quieren nuestra libertad, quieren nuestros ríos y nuestra riqueza”.
Camino a Obligado
El bloqueo anglo-francés de 1845 fue, en suma, el punto culminante de la confrontación entre la Confederación Argentina y las potencias imperiales. El ultimátum, la intervención de Garibaldi y la preparación de las cadenas en el Paraná fueron el preludio de la gran batalla.
La Vuelta de Obligado no fue un hecho aislado: fue la respuesta desesperada pero digna de un país que, aun sabiendo su debilidad militar, eligió resistir antes que entregar sus derechos.
Este segundo bloqueo marca el pasaje de la guerra diplomática a la guerra abierta. Lo que en 1838 había sido presión y estrangulamiento económico, en 1845 se convirtió en una intervención militar directa de dos imperios.
Pero también marcó el nacimiento de un mito: el de un pueblo capaz de levantarse contra gigantes, de encadenar un río para defender su soberanía y de transformar una derrota militar en una victoria política.
5. El combate de la Vuelta de Obligado
El escenario
La Vuelta de Obligado es un recodo del río Paraná, a la altura de San Pedro, provincia de Buenos Aires. El 20 de noviembre de 1845, ese lugar se transformó en un campo de batalla. Allí, Rosas y su general Lucio Norberto Mansilla decidieron hacer frente a la escuadra anglo-francesa que pretendía forzar el paso hacia el interior.
El lugar tenía ventajas naturales: el río se estrecha, las barrancas ofrecen buena posición para cañones y el recodo obliga a las naves a maniobrar lentamente. Era, en definitiva, un punto estratégico para intentar detener a una flota que, de otro modo, era imbatible en mar abierto.
Las cadenas del Paraná
El plan del general Lucio Norberto Mansilla fue tan ingenioso como desesperado. Sabía que enfrentaba a las dos armadas más poderosas del planeta y que no podía oponerles fuerza con fuerza. Tenía que apelar a la astucia, al terreno y al coraje de hombres sin más armadura que su voluntad.
Tres gruesas cadenas de hierro fueron tendidas de orilla a orilla del Paraná, sostenidas por lanchones y barcazas ancladas. La idea era simple y audaz: frenar o, al menos, retrasar el paso de los buques enemigos, obligándolos a entrar bajo el fuego de las baterías de costa.
En las barrancas se alinearon 24 cañones, muchos de ellos viejos, de poco alcance y calidad deficiente, algunos fundidos en talleres criollos improvisados. No había paridad tecnológica: eran piezas casi artesanales frente a la artillería de acero que traían los europeos.
En total, unas 2.000 almas defendían la posición. Había soldados veteranos de las guerras civiles, gauchos arreados de las estancias, negros libertos que ganaban en las trincheras el derecho a la ciudadanía, y voluntarios de la campaña que empuñaban fusiles oxidados o simples lanzas.
Era una defensa heroica, pero desigual. Del otro lado se acercaba un convoy formidable: 11 barcos de guerra con artillería de última generación, cañones de hierro forjado capaces de disparar con precisión a más de 1.500 metros. Frente a ellos, en las barrancas, los defensores apenas contaban con piezas viejas, de fundición criolla o rescatadas de arsenales coloniales, cuyo alcance raramente superaba los 300 o 400 metros. Para golpear al enemigo había que dejarlo entrar casi hasta la orilla, exponiéndose al fuego devastador de los imperiales.
A esa superioridad se sumaba la protección de una flota comercial de 90 buques mercantes, que portaban las banderas de Inglaterra y Francia. Aquellos pabellones ondeaban como un recordatorio de que no se trataba de una escaramuza local, sino de una ofensiva imperial decidida a imponer, a cañonazos, la apertura de los ríos interiores.
La escena resume la esencia de Obligado: de un lado, un improvisado ejército popular, sin recursos, pero con la convicción de que defendía la soberanía; del otro, la maquinaria bélica de los imperios más poderosos del siglo XIX, segura de su victoria. El choque era inevitable, y el desenlace, en apariencia, escrito de antemano. Pero esas cadenas oxidadas, esos cañones de corto alcance y esa mezcla de gauchos, negros y milicianos demostrarían al mundo que había un pueblo dispuesto a morir antes que ceder.
La arenga de Mansilla
Antes de que tronaran los cañones, Mansilla reunió a su tropa —gauchos con lanzas, negros libertos con viejos fusiles, soldados curtidos por las guerras civiles— y lanzó un grito que todavía estremece la memoria:
“¡Vedlos allí! ¡Se atreven a hollar nuestro río, a humillar nuestra bandera, a escupir la soberanía de la Patria! ¡Mostradles que estas cadenas no se rompen sin sangre y que en cada bayoneta late un corazón argentino!”
Ese llamado no fue solo una orden militar: fue una convocatoria sagrada. En un instante, la defensa de Obligado dejó de ser una cuestión de obediencia a Rosas para transformarse en un acto de dignidad colectiva. Cada disparo, cada hombre caído en la ribera del Paraná, era un mensaje al mundo: la Patria podía ser pobre, pero no se rendía.
El inicio del combate
Al amanecer del 20 de noviembre, los cañones anglo-franceses comenzaron a bombardear las posiciones argentinas. Durante horas, las barrancas respondieron con fuego, mientras las cadenas resistían el embate de los navíos.
La artillería argentina, de menor alcance, apenas podía dañar a los gigantes de hierro que disparaban a distancia. Sin embargo, la defensa fue feroz: los milicianos se batían con coraje, los gauchos intentaban incendiar barcos con balsas de fuego, y los soldados resistían aún en medio de la lluvia de metralla.
La desigualdad de fuerzas
La batalla de la Vuelta de Obligado se prolongó durante siete horas de combate encarnizado. Desde las primeras descargas quedó en evidencia la desproporción. Los cañones imperiales castigaban desde más de un kilómetro y medio, mientras que las piezas criollas apenas respondían cuando los buques entraban en rango, obligando a los artilleros argentinos a exponerse bajo un fuego devastador. El aire se llenó de humo espeso, de astillas arrancadas de las barrancas y del estruendo ensordecedor de los cañonazos que hacían temblar la ribera.
A pesar de esa tormenta de hierro, los defensores resistieron con fiereza. Cuando los barcos intentaron forzar las cadenas, los gauchos y milicianos descargaron andanadas de metralla y fusilería a quemarropa. Más de una vez los lanchones encallados se convirtieron en improvisadas fortalezas flotantes, donde la lucha se volvió cuerpo a cuerpo.
Finalmente, la superioridad tecnológica y numérica inclinó la balanza. Los buques europeos, con sus cañones de avancarga y marinería disciplinada, lograron destrozar los lanchones y cortar las cadenas que cerraban el río. Las defensas fueron rebasadas una a una, y la artillería criolla, inutilizada por falta de municiones o destrozada por los proyectiles enemigos.
El propio Mansilla cayó herido en el pecho, pero se negó a abandonar el campo, arengando a los sobrevivientes mientras la sangre le manchaba el uniforme. Al caer la tarde, el suelo estaba cubierto de cadáveres y heridos. Los cálculos hablan de 250 argentinos muertos y alrededor de 400 heridos, una sangría terrible para un ejército popular de apenas dos mil hombres.
Del lado europeo, las pérdidas también fueron notables: más de 60 muertos y 150 heridos, una cifra que, si bien menor en proporción, resultaba impactante para potencias acostumbradas a arrasar sin encontrar resistencia organizada en tierras lejanas. Esa inesperada cuota de sangre marcó a la Royal Navy y a la Marine Nationale: el precio de avanzar por el Paraná sería mucho más alto de lo que habían imaginado.
La desigualdad era brutal, pero el mensaje fue claro: los imperios podían abrirse paso a cañonazos, sí, pero no sin dejar parte de su orgullo y de sus hombres en las aguas del Paraná. Allí, en aquellas siete horas de humo y metralla, la Argentina pobre y descalza obligó a Inglaterra y Francia a mirarla como un enemigo digno, no como una presa fácil.
La derrota militar y la victoria moral
Militarmente, la batalla fue una derrota: la escuadra anglo-francesa consiguió pasar. Pero políticamente, fue un triunfo gigantesco:
Los invasores descubrieron que la navegación por el Paraná no sería un camino fácil. Cada paso les costaría sangre y pérdidas.
La resistencia argentina despertó la admiración de América y el mundo: un país pequeño se había atrevido a enfrentar a los imperios más poderosos.
La figura de Rosas salió reforzada como símbolo de soberanía.
El propio José de San Martín, desde su exilio en Boulogne-sur-Mer, escribió emocionado a Tomás Guido:
“He sentido una verdadera satisfacción al ver la resistencia hecha por los argentinos a la escuadra anglo-francesa; ella prueba lo que siempre he creído: que nuestro pueblo no es inferior a ningún otro cuando se trata de defender su honor e independencia.”
El significado del 20 de noviembre
La Vuelta de Obligado se convirtió en un mito fundante de la soberanía argentina. No fue simplemente una batalla perdida en términos militares, sino una victoria moral que marcó a fuego la memoria nacional. En esas barrancas del Paraná se defendió algo más grande que un paso fluvial: se defendió la idea de que la Patria no se entrega, aunque el enemigo sea más fuerte, aunque la derrota parezca inevitable.
La resistencia de aquellos gauchos, negros libertos, soldados veteranos y milicianos demostró al mundo que en el Plata existía un pueblo dispuesto a pelear hasta el último aliento contra el atropello extranjero. La prueba de ello es que Inglaterra y Francia, tras su avance inicial, jamás pudieron consolidar una presencia duradera ni convertir los ríos en un “mercado abierto” como habían soñado. El precio en sangre y prestigio fue demasiado alto, y a la larga debieron reconocer la soberanía argentina sobre sus aguas interiores.
Ese eco de dignidad trascendió el siglo XIX y llegó hasta el XX. En 1974, el presidente Juan Domingo Perón instituyó el 20 de noviembre como Día de la Soberanía Nacional, para rendir homenaje a los hombres y mujeres que, con recursos mínimos y convicciones gigantes, resistieron el embate de los imperios más poderosos de su tiempo.
Cada año, la fecha recuerda que la soberanía no es una abstracción jurídica, sino un derecho que se sostiene con coraje, sacrificio y unidad. En la Vuelta de Obligado quedó grabado para siempre un mensaje: la Argentina puede ser pobre y estar dividida, pero frente a la prepotencia extranjera sabe convertirse en un solo cuerpo. Ese espíritu, nacido en el fragor de 1845, sigue siendo un llamado a la memoria y a la responsabilidad histórica del presente.
El eco de Obligado
El eco de Obligado no se apagó en las barrancas del Paraná: resonó en toda América. Fue la prueba tangible de que los pueblos recién emancipados podían plantarse frente a los imperios más poderosos del mundo y hacerlos retroceder. La independencia proclamada en 1816 no era una meta cumplida, sino una conquista que debía defenderse una y otra vez, a sangre y fuego, contra quienes buscaban restaurar el dominio colonial bajo la máscara del “comercio libre” y la “civilización”.
La batalla dejó una enseñanza profunda: la dignidad nacional podía prevalecer incluso en la derrota militar. Las potencias extranjeras avanzaron, sí, pero pagaron un precio inesperado en hombres, en recursos y, sobre todo, en prestigio. La resistencia argentina mostró al mundo que la soberanía no se negocia ni se entrega sin lucha, y que hasta un pueblo pobre, armado con cañones viejos y cadenas oxidadas, podía desafiar a quienes se creían invencibles.
La sangre derramada en Obligado no fue en vano. Fue semilla. Abrió el camino hacia la retirada europea y, más tarde, hacia el reconocimiento de la soberanía argentina sobre sus ríos interiores. Ese eco, cargado de pólvora, dolor y orgullo, quedó grabado en la memoria de la Nación como un llamado permanente: recordar que la Patria se sostiene con sacrificio y que su independencia no se hereda sin defenderla.
6. El eco en San Martín
El anciano Libertador en Boulogne-sur-Mer
En 1845, mientras los cañones retumbaban en el Paraná, José de San Martín vivía sus últimos años en Boulogne-sur-Mer, Francia. Tenía ya 67 años, estaba enfermo de úlceras y afecciones respiratorias, y pasaba sus días en la compañía de su hija Merceditas y su yerno Mariano Balcarce.
Desde allí seguía con atención las noticias del Río de la Plata. Aunque llevaba más de dos décadas alejado, nunca había dejado de sentirse parte de la historia de su Patria. Su retiro no fue indiferencia: era un silencio lleno de dignidad, una espera de que el país encontrara el rumbo.
Cuando llegó a sus oídos el relato de la resistencia en la Vuelta de Obligado, su reacción fue inmediata y cargada de emoción.
La carta a Tomás Guido
San Martín escribió a su amigo Tomás Guido, compañero inseparable de las campañas libertadoras, una carta célebre donde expresó su admiración por la resistencia argentina:
“He sentido una verdadera satisfacción al ver la resistencia hecha por los argentinos a la escuadra anglo-francesa; ella prueba lo que siempre he creído: que nuestro pueblo no es inferior a ningún otro cuando se trata de defender su honor e independencia.”
Estas palabras son mucho más que un elogio:
Refuerzan la idea de que la independencia de 1816 no había concluido, sino que debía defenderse constantemente.
Reconocen que el pueblo argentino, pese a sus divisiones y carencias, tenía reservas de coraje comparables a cualquier nación del mundo.
Ubican la batalla de Obligado en la misma línea de continuidad histórica que las campañas libertadoras.
El “estruendo en mi corazón”
En otra carta, San Martín confesó a Guido que el estruendo de los cañones de Obligado “resonó en mi corazón”. La frase revela la dimensión emocional del hecho: el anciano general, que había cruzado los Andes y combatido en Maipú y Lima, encontraba en aquella batalla perdida la misma vibración épica que en sus victorias gloriosas.
El sable como símbolo
La reacción de San Martín no se limitó a las cartas. Poco tiempo después, en su testamento de 1844, dispuso que el sable corvo, con el que había luchado en todas las batallas de la independencia, fuese entregado a Rosas como reconocimiento a su firmeza frente a las potencias extranjeras.
Ese gesto sintetiza todo:
El sable era el símbolo de la libertad americana.
Al legárselo a Rosas, San Martín reconocía que en la defensa de la soberanía contra Inglaterra y Francia se jugaba la misma causa por la que él había combatido contra España.
Era, en definitiva, una entrega de legado: de la independencia política a la defensa de la soberanía económica y territorial.
El eco en San Martín tuvo un valor inmenso porque:
Legitimó la resistencia argentina: si el Libertador la celebraba, nadie podía decir que se trataba solo de una obstinación de Rosas.
Refutó la propaganda europea y unitaria que presentaba a los federales como bárbaros: el héroe máximo de la independencia reconocía en ellos la continuidad de la gesta emancipadora.
Vinculó dos épocas: la de la independencia de España y la de la defensa frente a los nuevos imperialismos.
El último abrazo a la Patria
El último abrazo a la Patria
José de San Martín no volvería jamás al Río de la Plata. El destino lo condenó al exilio, y en 1850 murió en Boulogne-sur-Mer, a orillas de un mar lejano, sin haber pisado de nuevo la tierra que había liberado. Sin embargo, aun desde la distancia, su voz y su gesto se hicieron presentes en la Vuelta de Obligado.
Cuando supo de la batalla, San Martín comprendió que allí se jugaba algo más que un episodio militar: era la continuidad del mismo combate que él había iniciado décadas atrás. En su carta, aquella que todos recuerdan, dejó escrito que el triunfo o la derrota eran secundarios, porque lo esencial era que el pueblo argentino había resistido al atropello extranjero. Y en un acto cargado de simbolismo, legó su sable corvo al gobernador Rosas, reconociendo en Obligado la defensa de la soberanía que él mismo había encarnado en los Andes.
Ese gesto fue su último abrazo a la Patria: no con las armas en la mano, sino con la convicción de que su pueblo seguía siendo digno de libertad. San Martín, lejos, enfermo y en silencio, volvió a la Argentina en espíritu, como si desde las barrancas del Paraná pudiera oírse todavía el eco de sus campañas libertadoras. Así, el Padre de la Patria sellaba, desde la distancia y la muerte próxima, un pacto eterno: que la independencia conquistada no podía ser entregada jamás.
7. Tonelero, San Lorenzo y Quebracho
Obligado: un comienzo, no un final
La Vuelta de Obligado del 20 de noviembre de 1845 fue un símbolo, pero no el final de la lucha. Aunque la escuadra anglo-francesa logró forzar el paso, quedó claro que navegar el Paraná sería un calvario. Cada recodo podía transformarse en trampa, cada barranca en batería, cada gaucho en un combatiente dispuesto a entregar su vida.
Los europeos habían pensado que, tras Obligado, el camino al interior sería sencillo. En cambio, lo que encontraron fue una guerra de desgaste que se repetiría en varios puntos estratégicos del río.
El combate del Tonelero
El 4 de enero de 1846, en la bajada del Tonelero, cerca de Ramallo (provincia de Buenos Aires), se libró un nuevo enfrentamiento. Allí, las baterías argentinas abrieron fuego contra una flotilla anglo-francesa que intentaba remontar el río.
Aunque los cañones federales eran menos potentes y de alcance limitado, lograron dañar seriamente a los navíos invasores. Los europeos comprendieron que cada tramo del Paraná significaría pérdidas materiales y humanas.
El Tonelero se convirtió en un recordatorio de que el control del río estaba lejos de asegurarse, y que cada avance debía pagarse caro.
El convento de San Lorenzo
Poco después, la resistencia se repitió en las inmediaciones del convento de San Lorenzo, lugar cargado de historia desde la batalla de 1813, cuando el entonces coronel San Martín libró allí su primer combate en tierras argentinas.
En 1846, el convento volvió a ser escenario de enfrentamiento: las fuerzas federales atacaron a la escuadra anglo-francesa desde la costa. Aunque la desproporción de fuerzas impidió una victoria total, el hecho tuvo un enorme valor simbólico: el mismo sitio donde San Martín había iniciado la tradición de lucha ahora era otra vez bastión contra el invasor extranjero.
El eco histórico fue inmediato: el pasado de la independencia se enlazaba con el presente de la defensa de la soberanía.
La batalla del Quebracho
La resistencia alcanzó su punto más alto en el combate de la Angostura del Quebracho, el 4 de junio de 1846.
Allí, en un angosto paso del Paraná cercano a Rosario, las baterías argentinas, al mando del general Lucio Mansilla, sorprendieron a la flota anglo-francesa en su viaje de regreso al Atlántico.
El resultado fue devastador para los invasores:
Varios barcos sufrieron daños graves.
Hubo importantes bajas humanas.
Se perdieron mercancías y embarcaciones comerciales.
El Quebracho demostró que, aunque los europeos tenían superioridad tecnológica, los argentinos podían infligirles un golpe humillante. Fue la batalla que terminó de convencer a Londres y París de que la intervención era insostenible.
La lógica del desgaste
Tonelero, San Lorenzo y Quebracho confirmaron que la estrategia argentina era efectiva:
No se trataba de ganar batallas decisivas, sino de desgastar al enemigo hasta que la relación costo-beneficio se volviera insostenible.
Cada bala de cañón, cada baja y cada barco dañado significaban miles de libras o francos en pérdidas.
Los comerciantes europeos comenzaron a presionar a sus gobiernos para que abandonaran una aventura que no generaba ganancias, sino pérdidas crecientes.
El gran argumento de Inglaterra y Francia para abrir a cañonazos los ríos interiores era económico: liberar el Paraná para que las mercancías europeas inundaran el mercado paraguayo. Por eso la escuadra escoltaba casi 90 buques mercantes cargados de textiles, hierro, vinos, artículos de lujo y manufacturas.
Sin embargo, tras Obligado, Tonelero y San Lorenzo, solo unos 50–60 barcos consiguieron llegar a Asunción. El resto desistió, regresó o quedó demorado/dañado en el camino.
El arribo fue un fracaso comercial. Las cargas habían llegado tarde, caras y en parte deterioradas, y el mercado paraguayo no podía absorber semejante volumen.
Y hubo un factor político clave: el gobierno de Carlos Antonio López evitó identificarse con la expedición anglo-francesa. No quiso aparecer como beneficiario ni cómplice de una intervención que vulneraba la soberanía de un vecino; cuidó su neutralidad, su propia autonomía aduanera y la relación con Buenos Aires en plena Guerra Grande. Resultado: compras oficiales mínimas, comerciantes privados cautos y mercaderías malvendidas o sin salida.
Lo que pretendía ser una demostración de poder económico y militar terminó en boomerang: abrir mercados a cañonazos no garantizó beneficios. La operación fue ruinosa en dinero y prestigio, aceleró el desgaste político de la intervención y allanó el camino para que Inglaterra y Francia aceptaran la soberanía argentina sobre sus ríos interiores.
El espíritu de resistencia
Estos combates posteriores a Obligado consolidaron la imagen de un país que, aunque pobre y mal armado, estaba dispuesto a resistir hasta el final.
La frase atribuida a Rosas —“Los argentinos no se rinden ni aunque los mate la miseria”— resume ese espíritu. Obligado, Tonelero, San Lorenzo y Quebracho fueron más que batallas: fueron capítulos de una epopeya nacional que mostró al mundo que en el Río de la Plata no había pueblos dispuestos a dejarse dominar fácilmente.
Los europeos pasaron, pero no vencieron. El Paraná se transformó en un cementerio de ilusiones imperiales. Tras Quebracho, la convicción de que el bloqueo era inútil ganó terreno en Londres y París.
Así, la resistencia argentina en estas batallas menores, pero encadenadas, terminó de inclinar la balanza diplomática hacia el reconocimiento de la soberanía argentina sobre sus ríos interiores.
8. El triunfo político y la retirada europea
Una derrota que parecía inevitable
Cuando en noviembre de 1845 las escuadras anglo-francesas rompieron las cadenas de la Vuelta de Obligado y comenzaron a remontar el Paraná, el mundo entero creyó que la Confederación Argentina estaba perdida.
Las dos potencias más formidables del planeta imponían su fuerza sobre un país joven, pobre y dividido. La imagen inicial era la de una derrota humillante: los barcos europeos navegaban río arriba, las baterías argentinas habían sido destrozadas, y los muertos y heridos se contaban por centenares.
Pero esa no fue la historia completa. Obligado no fue un punto final: fue el comienzo de una resistencia que alteraría los planes de Londres y París.
El calvario de los interventores
La travesía por el Paraná, lejos de ser un paseo, se convirtió en un calvario para los invasores.
En cada recodo, las tropas argentinas hostigaban con fuego de artillería y fusilería.
Los gauchos atacaban desde la costa, incendiando balsas y lanzando cargas sorpresa.
Los mercantes, cargados de productos para comerciar directamente en el interior, apenas lograron vender algo y sufrieron enormes pérdidas.
Lo que debía ser un negocio rentable se transformó en una expedición ruinosa. Los comerciantes ingleses y franceses, que habían presionado a sus gobiernos para abrir el Paraná, comenzaron a quejarse: cada kilómetro del río costaba sangre, dinero y barcos dañados.
El golpe del Quebracho
El punto de quiebre fue el combate de la Angostura del Quebracho (junio de 1846). Allí, las baterías federales bajo el mando de Lucio Mansilla infligieron un castigo severo a la flota que intentaba regresar.
Los europeos comprendieron que la resistencia argentina no se agotaba y que la idea de mantener indefinidamente un bloqueo en esas condiciones era insostenible.
La lógica económica, más que la militar, dictó el rumbo: el costo de la intervención superaba cualquier beneficio.
Diplomacia y presión interna
En Londres y París, el clima cambió.
Los comerciantes, que al inicio habían apoyado la intervención, comenzaron a exigir el fin del bloqueo.
La opinión pública liberal cuestionaba que sus gobiernos se comportaran como imperios coloniales, atacando a un país pequeño que solo defendía su soberanía.
Los diplomáticos advertían que la aventura en el Plata podía convertirse en un escándalo internacional.
Rosas, mientras tanto, mantuvo una posición firme en la mesa de negociaciones: ningún tratado sería aceptado si no reconocía la soberanía argentina sobre sus ríos interiores.
La retirada europea
Finalmente, Inglaterra y Francia comprendieron que no podían doblegar a la Confederación. Poco a poco, fueron aceptando condiciones:
En 1849, Francia firmó un acuerdo reconociendo la soberanía argentina.
En 1850, lo hizo Inglaterra, poniendo fin al bloqueo.
Las escuadras se retiraron del Paraná, y el mundo presenció algo extraordinario: un país joven y mal armado había resistido a dos potencias imperiales y había logrado que reconocieran sus derechos.
Una victoria política y moral
Militarmente, la Argentina había perdido batallas como la de Obligado. Pero políticamente, había obtenido un triunfo gigantesco:
Los ríos Paraná y Uruguay permanecieron bajo soberanía argentina.
Inglaterra y Francia debieron retirarse humilladas.
El prestigio de Rosas alcanzó su punto más alto, tanto dentro como fuera del país.
El propio San Martín, desde su exilio, lo sintetizó mejor que nadie: la resistencia había probado que los argentinos no eran inferiores a ningún otro pueblo cuando se trataba de defender su honor.
El triunfo político de 1849–1850 demostró que la dignidad podía imponerse incluso frente a la fuerza bruta de los imperios. La Argentina salió del conflicto con un lugar ganado en la historia mundial: se había convertido en ejemplo para otros pueblos que resistían el colonialismo.
Ese desenlace fue, en buena medida, fruto del sacrificio de los hombres y mujeres que dieron su vida en Obligado, en Tonelero, en San Lorenzo y en Quebracho. La sangre derramada se transformó en soberanía reconocida.

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