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LAGUNA DEL DESIERTO: LA GUERRA QUE NO FUE GUERRA


(pero dejó sangre, nieve y una verdad que nadie quiso mirar)

 

La Patagonia tiene silencios que pesan más que los glaciares. Silencios que se mastican, que se sienten detrás de cada árbol torcido por el viento. Laguna del Desierto es uno de esos silencios: un episodio envuelto en niebla, contado a medias, archivado como si fuera apenas un roce diplomático, cuando en realidad dejó pólvora, muertos y un mensaje escrito en la nieve: en la frontera, cada metro importa.


Hace veinte años —cuando yo tenía menos arrugas y más ingenuidad— conocí en Villa Carlos Paz a un hombre que cargaba esa historia como quien lleva una piedra incandescente en el pecho: el Comandante de Gendarmería Luis Quijano. De civil parecía un vecino más, de esos que saludan en la vereda y dan la mano fuerte. Pero cuando hablaba de 1965, los ojos se le afilaban como cuchillos. Entendí, sin que hiciera falta explicarlo, que hay cosas que un hombre no termina de dejar atrás aunque viva cien años.


Yo había leído artículos, informes, cronologías limpias como bisturíes. Había contrastado versiones argentinas y chilenas, una hermandad geográfica que en el papel siempre parece a un paso de la cortesía pero en la montaña es otra cosa. Pero me faltaba eso: la respiración del que estuvo ahí. Eso me lo dio Quijano. Y lo que me contó —créame el lector— no apareció nunca en los manuales escolares, ni siquiera en internet, donde la información es pobre, fragmentada y a menudo incompleta.

 

I. Los hitos que caminaban solos


“Nosotros vivíamos levantando hitos”, me dijo Quijano mientras miraba el lago San Roque como si fuera la Cordillera. “Levantábamos uno hoy, y mañana aparecía cincuenta metros adentro de nuestro lado. Y así todas las semanas.”


El problema era siempre el mismo: el hito 62, un pedazo de hierro clavado en tierra indómita, donde la geografía cambia de humor cada diez pasos. Los carabineros chilenos —según Quijano— lo movían como quien acomoda un mueble vecino para ganar un poco más de espacio. Hoy cien metros, mañana doscientos.


Pero esa vez no era un ajuste. No: habían corrido el hito hasta ganar unos 500 kilómetros cuadrados del lado argentino. Medio Tucumán en miniatura, así nomás, sin tronar un solo tiro, bajo la apariencia de un simple “error”.


Y como si fuera poco, habían levantado un puesto, izado la bandera chilena y ofrecido respaldo a los colonos de su nacionalidad que habitaban allí desde hacía décadas pero que, por derecho, debían regularizar su situación en Río Gallegos.


La jugada era evidente: afirmar presencia antes de que Argentina pudiera decir algo.

El jefe del Escuadrón argentino se cansó. Les dio un mes para retirarse.


Treinta días después, el puesto seguía ahí, firme como una burla.


“Entonces me mandaron a mí”, dijo Quijano.

 

II. Un teniente joven con cuarenta hombres


En 1965 Quijano era apenas teniente, un oficial joven pero templado por la intemperie. Estaba destinado al Escuadrón Lago del Desierto, una unidad que convivía más con la soledad y los colonos perdidos que con la idea de un combate internacional.


La orden fue escueta, limpia, casi inocente:


“Vaya a verificar que se hayan retirado.”


Qué fácil es hablar desde un despacho calefaccionado. Qué distinta es la música cuando la montaña huele a pólvora.


Quijano tomó una sección de no más de cuarenta hombres. Algunos con bigotes endurecidos por el frío, otros con las manos curtidas de tanto remar en la vida. Todos sabían que en esos lugares, cuando suena un disparo, no hay ambulancias ni refuerzos: solo la puntería y la suerte.


El sendero era un desastre. Barro, raíces, escarcha. Los cohiues parecían vigilantes de un mundo que no quería ser recorrido por hombres. Caminaban en silencio, salvo por el entrechocar de las armas y el crujido de las botas.


“El terreno era un infierno”, me dijo Quijano. “Si había tiros, iban a ser a quemarropa.”


Y los hubo.

 

III. El fuego que nadie reconoció haber iniciado


Apenas asomaron a la zona del Puesto Arbilla, los recibieron con una lluvia de disparos. Nada de advertencias. Nada de negociaciones.


Solo fuego.


Quijano vio los destellos entre los troncos y escuchó balas rozarle los hombros. Ordenó el despliegue sin titubear. El grupo se abrió como un abanico: unos avanzaron, otros cubrieron; un oficial que manda desde atrás no es oficial, es un adorno.


Fue en ese primer intercambio que cayó el Teniente Hernán Merino, de Carabineros de Chile. Un tiro limpio, directo. Dicen que salió con su carabina, quizás pensando en un gesto de diálogo. Pero en la frontera los gestos se interpretan distinto.


“El primer muerto siempre deja un silencio raro”, me dijo Quijano. “Es como si la montaña te mirara.”

 

IV. El repliegue, el miedo y lo que deja un soldado cuando huye


La sección argentina avanzó con método, sin fanfarronería. No buscaban épica. Buscaban cumplir la orden y mantenerse vivos. Pero avanzaron tan bien que los carabineros se dieron cuenta de que estaban por ser envueltos.


Y ahí se quebró todo.


Aún con su teniente muerto y un sargento gravemente herido, huyeron. No por cobardía —nadie es cobarde cuando le silban balas cerca— sino porque cualquier soldado reconoce el segundo exacto en que una posición deja de ser defensible.


Al escapar, dejaron atrás lo que ningún combatiente abandona voluntariamente:

  • A los heridos.

  • El cadáver de Merino.

  • Armas.

  • Mochilas.

  • Documentos.

  • Y la bandera chilena, flameando sola como si no entendiera que ya no tenía dueño.


Quijano me lo explicó con una voz áspera:


“Cuando el enemigo huye y deja a sus muertos, es porque creyó que ninguno iba a salir vivo si se quedaba un minuto más.”

 

V. La bandera que terminó en otro museo


Los gendarmes arriaron la bandera chilena. Décadas más tarde, sería exhibida en Santiago como trofeo incómodo hasta su devolución en 2017.


Ese pedazo de tela fue testigo del instante en que Argentina dijo, con acciones y no con discursos, “hasta acá”.


Quijano no celebró.


“Uno no festeja cuando hay muertos, Roberto. Ni los propios ni los ajenos.”

 

VI. La prensa la llamó “batalla”


Los diarios bautizaron el hecho como “La batalla del Lago del Desierto”. A Quijano siempre le causó una sonrisa amarga.


“Batalla… —dijo—. Si esto hubiera sido una batalla de verdad, ninguno de nosotros estaría acá tomando café.”


Sabía que los choques de frontera no son batallas: son advertencias. Movimientos quirúrgicos. Cartas sin remitente que dicen: este territorio tiene dueño.

 

VII. Treinta años para que el mundo dijera quién tenía razón


El enfrentamiento no derivó en guerra abierta porque Illia y Frei Montalva apagaron el incendio diplomático. Pero la herida quedó abierta durante décadas.


Los mapas siguieron sin coincidir. Las discusiones técnicas parecían interminables. Hasta que, el 21 de octubre de 1994, un tribunal arbitral internacional falló a favor de Argentina. Y el 13 de octubre de 1995 rechazó el pedido chileno de reconsideración.


Laguna del Desierto dejó, por fin, de ser un limbo.

 

VIII. Lo que no aparece en los libros ni en internet


A mí no me interesaba la fría cronología cuando hablé con Quijano. Me interesaba el hombre.


Ese teniente joven que avanzó con cuarenta hombres en un bosque donde cada tronco podía ser un francotirador. Ese oficial que vio caer a un enemigo y aun así siguió adelante. Ese argentino que sostuvo la línea para que mañana alguien pudiera decir “este pedazo de patria sigue siendo nuestro”.


Quijano nunca usó la palabra héroe. Ni falta hacía.


Su relato hablaba de responsabilidad y de una certeza simple: en la frontera, si vos no estás, otro ocupa tu lugar.

 

IX. Epílogo: lo que queda cuando todo lo demás se borra


Laguna del Desierto sigue siendo un sitio hermoso y brutal. Un paisaje donde la belleza y la muerte conviven en silencio, como si la cordillera guardara secretos que no piensa compartir. Hoy los turistas caminan sin saber que entre esos cohiues cayó un teniente chileno, un grupo huyó en desorden, y cuarenta gendarmes argentinos sellaron, sin pretenderlo, una de las últimas páginas armadas de nuestra historia limítrofe.


Escribo esto para que no se borre.


Porque, como me dijo Quijano al despedirnos, con una calma dura que parecía venir directamente de la montaña:


“En la frontera no hay accidentes diplomáticos. Hay decisiones. Y cada decisión deja una huella.”


Esa huella —invisible para los apurados, imborrable para los que miran con atención— es Laguna del Desierto: la prueba de que un país puede perder un pedazo de sí mismo sin que nadie lo note… si no fuera por los que estuvieron ahí.


Cuarenta hombres avanzando en silencio entre la nieve. Botas mojadas, dedos entumecidos, el corazón firme. Hombres sin monumento ni discurso, que hicieron lo que correspondía sin pensar en la posteridad.


Ellos no buscan medallas.

Pero merecen ser nombrados.

Hoy lo hago en estas líneas.


Y agrego algo más, porque la memoria también es un deber: al Comandante Luis Quijano no lo volví a ver. Me gustaría hacerle llegar a su familia —si estas palabras alguna vez llegan a ellos— mi recuerdo, mi respeto y mi admiración por este noble soldado, que no solo arriesgó su vida en Laguna del Desierto, sino que en muchas otras ocasiones defendió a su amada patria con la entereza silenciosa de los hombres que no piden nada a cambio.


Que sepan que su nombre sigue vivo en quienes escuchamos su historia, y que su legado —hecho de coraje, honestidad y servicio— merece ser contado y honrado.


ree

 
 
 

2 comentarios


Me gustó mucho!! Gracias por contarnos nuestra historia☺️

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Hermoso relato que sin ser grandielocuente permite vivir al lector lo que no ha vivido y darle su justa dimension Gracias

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