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Las últimas horas de la Guerra de Malvinas: la resistencia argentina y el subteniente que murió aferrado a su fusil

Actualizado: 6 nov

  

A esa hora de la noche, cuando el viento corta la piel como si fuera papel viejo y la niebla lo cubre todo como un sudario blanco, el infierno se mudó a las Malvinas. Era el 13 de junio de 1982. Las piedras goteaban miedo, el silencio se quebraba con explosiones, y la patria, como una madre rota, lloraba en voz baja entre los cerros. Allí estaban, en la trinchera de Tumbledown, un subteniente de veintiún años y otro de veintiséis, el uno cubriendo a sus hombres, el otro decidiendo quedarse solo a morir para que los demás pudieran vivir.


Marcelo Llambías no era un veterano. Tenía apenas dos meses de egresado como subteniente cuando le pusieron un FAL en la mano, un casco en la cabeza y le dijeron: "Defienda esto". Eso era la isla, era la patria, eran los otros soldados que tenía a cargo, todos con el miedo en el estómago y el coraje en la garganta. El Regimiento 4, el glorioso, había combatido en Pradera del Ganso y fue replegado para defender Puerto Argentino. Terminó atrincherado en Dos Hermanas. Allí resistieron tres horas de combate a cincuenta metros del enemigo, sabiendo que no todos regresarían. Según consta en el Informe Rattenbach (1983) y en los relatos recopilados por el CECIM La Plata.


La proporción era brutal: una compañía argentina de 120 hombres contra un batallón británico de 600. Los ingleses tenían más fusiles, más comida, más artillería, más abrigo. Pero no tenían a Oscar Silva.


Oscar Augusto Silva, el "Sapo" como le decían por herencia paterna, era sanjuanino. Con Silva habíamos ingresado juntos al Colegio Militar. Él al arma de Infantería, yo al arma de Ingenieros. Compartimos muchas horas de estudio, lecturas, marchas y silencios compartidos. Y con Llambías habíamos compartido el curso de comandos, donde uno aprende a confiar en el otro como si fuera uno mismo. Por eso esta historia no me la contaron: la llevo en la piel. Porque cuando uno entrena con otro en el barro, cuando comparte el miedo, la fatiga y el silencio, no hay olvido posible. Y en Malvinas, todo eso volvió, multiplicado por el horror y el frío.


Esa noche del 11 de junio lo mandaron al "Sapo" a patrullar entre Dos Hermanas y el Harriet. Se encontró con Llambías, y entre los dos discutieron una locura: rodear al enemigo. Pero no tenían municiones. Entonces decidieron replegarse hacia Tumbledown. Delante tenían una llanura sin cobertura, un campo minado, el cielo helado y la nieve cayendo como presagio. Un soldado rezaba el Rosario. Otro pensaba en su madre. Todos sabían que podían morir. Pero caminaron igual.


Para cruzar el campo minado, Llambías y Silva fueron adelante. "Si alguno pisa una mina, no lo rescaten", dijeron. Nadie protestó. El valor era ese: seguir al que se ofrece primero a morir.

En Tumbledown se acoplaron al Batallón de Infantería de Marina 5. Llambías fue a buscar un pantalón. El suyo ya era una bandera rota. Volvió con los bolsillos llenos de munición. Le ordenaron buscar al subteniente Jiménez Corbalán, herido por una mina. No encontró a nadie. Apenas el eco y la oscuridad.


Mientras tanto, Silva se plantaba con los pocos hombres que le quedaban. Se acercó al teniente de corbeta Carlos Vázquez y dijo sin rodeos: "¿Necesitás una mano? Podemos seguir peleando". De los 45 soldados que había comandado, le quedaban unos pocos. Se metió en un pozo de zorro y esperó.


El 13 de junio por la noche el mundo se hizo trizas. Ametralladoras, morteros, bayonetas, lucha cuerpo a cuerpo. El segundo batallón de la Guardia Escocesa, los gurkas, los Royal Marines. A las 18, Vázquez y Silva tuvieron su última reunión. A las 23, el bombardeo cortó las líneas telefónicas. No quedaba nada más que el barro, la metralla y la voluntad.


Silva ordenó replegarse. Sus soldados no querían dejarlo. Los obligó. Se quedó solo con una ametralladora y su FAL. Cubrió la retirada de los demás. Una y otra vez aparecían británicos. No importaba si eran seis por cada uno. Resistían con las uñas y el coraje. Cada tanto, salía de la trinchera para ver a sus hombres. Les hablaba de Dios, de la patria, del coraje. "Nos alentaba para que no perdiéramos nuestro valor, coraje y la confianza en nosotros mismos", recordó el soldado Pablo Vicente Córdoba. "Nos decía que Dios nos protegía para lograr nuestra noble meta".


Intentó rescatar a un herido. Recibió un tiro en el hombro. No cayó. Se incorporó. Apuntó. Disparó. Y gritó: "¡Viva la Patria, carajo!". Fueron sus últimas palabras. El fuego enemigo lo alcanzó.


Eran las tres de la mañana del 14 de junio. A esa misma hora, a unos kilómetros, el general Menéndez se preparaba para firmar la rendición ante el general Moore. Pero en la trinchera de Silva, la guerra seguía.

Llambías, que seguía combatiendo en Supper Hill, tampoco sabía del alto el fuego. Disparó contra helicópteros hasta vaciar el cargador. Intentó salvar a un herido y descubrió que ya estaba muerto. Se replegó con los suyos hasta Puerto Argentino. Vio cascos tirados, trincheras vacías. Pensó que sus compañeros seguían combatiendo. Buscó municiones. Un suboficial lo detuvo: "No pibe, no podés hacer la guerra por tu cuenta". Lo encerraron para que no volviera al frente.


Tenía una cámara Kodak. Faltaba una sola foto. Un soldado inglés se la sacó. Años después, apareció en un libro. El autor era Nick Taylor, el mismo que había disparado un cohete contra él. Se reencontraron. Taylor le confesó: "De todos los lugares donde combatí, el soldado argentino fue el único que me hizo sentir miedo". Este testimonio está documentado en el libro Pictures from far away (Taylor, 2006) y fue corroborado en entrevistas por el periodista y escritor Adrián Pignatelli.


Al amanecer del 15 de junio, Carlos Robacio caminó entre los cuerpos caídos junto a un oficial británico. Encontraron un cadáver que aferraba su fusil con tal fuerza que no podían quitárselo. El inglés se cuadró despacio, como si saludara a una estatua viva del coraje. No dijo nada. Sólo bajó la mirada, y con voz grave ordenó: "Sepúltenlo así". Era Oscar Silva. Robacio le cerró los ojos. Vázquez recomendó condecorarlo. "Sin Silva, esa noche no hubiéramos resistido".


Tenía 26 años. Fue la única baja de nuestra promoción. Su regimiento dejó 22 muertos y 121 heridos. Recibió la medalla al Valor en Combate, post mortem. Pero la verdadera medalla fue otra: un soldado argentino, con los ojos abiertos al cielo y el dedo firme sobre el gatillo, cuando ya ni la vida le quedaba.


De esto no se habla en los actos escolares. No hay desfile que alcance. Porque cuando todo estaba perdido, hubo quienes se quedaron para perderlo todo.


Ése fue Oscar Silva. El subteniente que no se rindió. El que decidió morir para que otros vivan. El que gritó "¡Viva la Patria, carajo!" cuando la patria era un agujero en la nieve. El que hizo que, por un instante, la historia se avergonzara de olvidarse de los que pelearon con el corazón sangrando y el fusil en alto.


Porque cuando un soldado muere con el fusil en la mano, no es sólo su cuerpo el que cae: es la dignidad de un pueblo la que se levanta.


Porque no se rindió. Porque resistió hasta el final.


Y en ese final, entre el barro, el humo y la nieve manchada de sangre, brillaba la única gloria que importa: la de no haberse rendido.


Y que nadie ose olvidarlo. Porque hay silencios que gritan más fuerte que cien discursos.


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Fuentes y bibliografía:

·  Informe Rattenbach (1983). Junta de Análisis de las Operaciones en las Islas Malvinas.

·  Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas (CECIM) La Plata. Testimonios y documentación oficial.

·  Taylor, Nick. Pictures from Far Away. Londres: Warfield Press, 2006.

·  Pignatelli, Adrián. Entrevistas y artículos en Infobae y publicaciones digitales sobre Malvinas.

·  Testimonios del Teniente de Corbeta Carlos Vázquez y del soldado Pablo Vicente Córdoba.

·  Documentación y archivos del Ejército Argentino y del Regimiento de Infantería Mecanizado 4.

·  Robacio, Carlos H. Malvinas: testimonio de su comandante. Buenos Aires: Instituto Argentino de Historia Militar, 1995.

 


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