Las capitanas de pollera en la guerra de las republiquetas
- Roberto Arnaiz
- 29 sept
- 4 Min. de lectura
Imagine el cuadro: un muchacho de apenas quince años, con los ojos todavía temblando por la pólvora, cargando un tambor en el pecho. Se llama José Santos Vargas, y el destino lo bautizará como El Tambor Vargas. Es 1811 y el Alto Perú está en llamas. Las ciudades cambian de dueño como naipes marcados: un día flamea la bandera revolucionaria, al otro el estandarte realista. Y cuando los ejércitos regulares se deshacen en derrotas y huídas, la llama de la revolución la sostienen los sin uniforme: campesinos, mineros, mestizos, indios… y ellas, las capitanas de pollera.
Vargas, que se atrevió a escribir en un cuaderno lo que otros barrían bajo la alfombra, dejó páginas que huelen a sudor, tierra y sangre. Allí aparecen mujeres que no entraban en los salones criollos ni firmaban proclamas para las gacetas. Aparecen con su pollera como escudo, insignia y bandera. No eran musas ni acompañantes: eran jefas. Mandaban, arengaban, castigaban la cobardía y planificaban emboscadas. Las llamaban capitanas. Y así entraron en la historia.
José Santos Vargas no fue general ni caudillo. Fue un guerrillero más, con un tambor como arma y una pluma como memoria. Y gracias a él sabemos que entre 1811 y 1825, las republiquetas —esas guerrillas que sobrevivían en quebradas y pajonales— no hubieran resistido sin esas mujeres de pollera que hacían de todo: combatían, espiaban, curaban, cantaban, daban órdenes. “Las mujeres alentaban más que los hombres”, escribió Vargas en un pasaje. Esa frase sola es una bofetada a la historia oficial que las olvidó.
No llevaban casacas ni charreteras doradas. Llevaban la pollera ancha, pesada, símbolo de desprecio para los señores de levita, pero que en la guerra se volvió uniforme de combate. Con la pollera corrían, se deslizaban entre matorrales, cargaban piedras y cuchillos. En sus pliegues escondían mensajes, pólvora y hasta cartuchos. Y cuando los hombres dudaban, la pollera se levantaba como bandera que decía: aquí estamos, no retrocedemos.
El Tambor Vargas dejó escenas crudas. Una emboscada en la neblina: las capitanas dan la señal, los guerrilleros atacan y los soldados realistas no entienden cómo mujeres del mercado se convierten en fieras con hondas y lanzas. Otra noche helada: los sobrevivientes acampan en la puna, casi sin comida. Son ellas quienes reparten el charqui, quienes encienden el fuego y quienes, con cantos, impiden que la moral se hunda en la oscuridad. Con un brazo curaban a un herido; con el otro sostenían la lanza. Madre y guerrera en la misma piel.
Algunas tuvieron nombre, otras solo apodos. La mayoría quedó en el anonimato. Vargas habla de “mujeres de pollera que encabezaban la tropa”, sin precisar más. Heroínas sin bronce, invisibles para las academias, pero grabadas en la memoria popular. Eran las que escondían guerrilleros bajo las camas, las que disfrazadas de vendedoras se infiltraban en los pueblos a escuchar planes enemigos, las que llevaban cartas en los pliegues de sus faldas como si fueran simples pañuelos. Sin ellas, las republiquetas hubieran muerto de hambre y miedo.
Piense usted en la vida de esos ejércitos miserables. No había cuarteles ni hospitales. Dormían sobre piedras, comían cuando podían, morían como perros en quebradas. Allí la diferencia no era un fusil más o menos: era el coraje de las mujeres que no se rendían. Vargas lo dice con ingenuidad y verdad: “Las mujeres alentaban más que los hombres”. No necesitaban uniforme, porque su fuerza venía de otro lado: de la memoria del tributo, de la humillación, del látigo que no querían para sus hijos.
Mientras la historia oficial prefirió héroes de espada reluciente y discursos solemnes, las capitanas de pollera quedaron fuera del bronce. Pero la pluma de Vargas las rescató. En sus memorias se asoman como espectros con la frente alta, recordándonos que la independencia no fue un banquete de doctores, sino una guerra de barro, lágrimas y polleras.
El paisaje también las forjó. Las quebradas eran trampas, la neblina aliada, el frío enemigo permanente. Los realistas bajaban con casacas bordadas; ellas los enfrentaban con pies descalzos. Ese contraste lo dice todo: el lujo contra la pobreza, el orden contra la astucia, el uniforme contra la pollera.
Y no estaban solas. Sus nombres anónimos se entrelazan con los de Bartolina Sisa, Gregoria Apaza, Juana Azurduy. Es un hilo de mujeres que desde el siglo XVIII hasta la independencia sostuvieron la lucha. La independencia criolla prefirió silenciarlas, pero el tambor de Vargas sigue sonando en cada marcha, en cada wiphala que flamea contra el viento.
Las capitanas de pollera nos enseñan que la dignidad no necesita bronce ni diploma. Que la pollera, despreciada por los señores, fue en los cerros un estandarte de guerra. Que cuando la patria tambaleaba, fueron ellas las que la sostuvieron.
Hoy, cuando una mujer aimara marcha con su pollera en La Paz, cuando canta contra la injusticia, cuando levanta la voz, late el eco de aquellas capitanas. Y en algún rincón de la historia, el tambor de Vargas sigue golpeando, recordando que la libertad también se escribió con falda, barro y sangre.
📖 Este artículo se elaboró en base al Diario de un Comandante de la Guerra de la Independencia de José Santos Vargas.






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