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Las diosas de piedra



Hace cuarenta mil años, cuando el viento era dueño de las cavernas y la muerte rondaba en cada esquina del hielo, un puñado de hombres descubrió que había algo más poderoso que el fuego o la lanza. Era el vientre de una mujer. El misterio de la vida que brotaba de su cuerpo como un milagro cotidiano.


No tenían palabras escritas ni templos, pero tenían manos. Y con esas manos torpes, que sabían cortar hueso y arrancar pieles, moldearon la primera eternidad: la silueta femenina. Senos desbordados, caderas anchas, vientres abultados. Ningún rostro, porque la cara no importaba. Lo sagrado no estaba en los ojos ni en la sonrisa, estaba en la carne capaz de repetir la vida.


Así nació la Venus de Hohle Fels, tallada en marfil de mamut hace entre 35.000 y 40.000 años en el Jura de Suabia (Alemania). Minúscula, del tamaño de un puño, pero gigantesca en su mensaje: la mujer como principio de la existencia. Miles de años después, en la actual Austria, otra mano anónima dejó la Venus de Willendorf, de unos 25.000 años, con caderas y vientre tan exagerados que parecen gritar “fertilidad” en cada curva. Y en Francia apareció la Venus de Lespugue, de unos 23.000 años, con formas tan desbordadas que incluso Picasso la admiró como síntesis del arte primordial.


No eran excepciones: se han encontrado decenas de estas imágenes por toda Europa y Asia, como en Dolní Věstonice (República Checa), donde hace unos 29.000 años alguien modeló una venus en arcilla, la primera cerámica de la historia. También en las llanuras de Rusia se hallaron las venus de Kostienki, y en Siberia, las de Mal’ta-Buret’, ambas de entre 23.000 y 21.000 años, confirmando que la obsesión por lo femenino atravesó continentes. Todas repiten el mismo lenguaje: lo femenino como símbolo absoluto.


Y si alguna vez tallaron a un hombre, lo hicieron con cabeza de león. El Hombre León de Hohlenstein-Stadel, en Alemania, con unos 35.000–41.000 años, es la figura masculina más antigua que poseemos… pero no es un hombre corriente: es un ser híbrido, mitad humano, mitad fiera. Lo masculino necesitó disfrazarse de animal poderoso para alcanzar lo sagrado. El hombre real no merecía estatua. La mujer, en cambio, sí. La mujer era la eternidad en bruto, la esperanza contra la nada.


Pero la historia quizá empiece todavía más atrás. En Marruecos se halló la llamada Venus de Tan-Tan, un guijarro con forma humanoide retocado hace unos 300.000 años; y en Israel apareció la Venus de Berekhat Ram, de unos 230.000 años, con incisiones que sugieren un cuerpo femenino esquemático. Son polémicas: algunos creen que la naturaleza hizo casi todo y el hombre apenas remarcó líneas; otros sostienen que son los primeros intentos de dar forma al misterio humano. Si realmente fueran arte intencional, estaríamos ante las figuras femeninas más antiguas de la humanidad, talladas no por Homo sapiens, sino por especies anteriores. Aquí conviene trazar una diferencia clara: mientras estas dos piezas son consideradas protoesculturas discutidas, las venus de Hohle Fels, Willendorf o Lespugue son arte figurativo confirmado y aceptado por la comunidad científica.

 

¿Qué significa todo esto?


La repetición obsesiva de las venus nos habla de un imaginario compartido en sociedades que vivían a miles de kilómetros y nunca se conocieron entre sí. En un mundo brutal, donde la supervivencia pendía de un hilo, la mujer encarnaba la garantía de la continuidad. Era más que un cuerpo: era un mito vivo.


Algunos arqueólogos interpretan estas figuras como un culto a la fertilidad, otros como amuletos personales que acompañaban a mujeres embarazadas o chamanas. También se ha sugerido que pudieron ser objetos de enseñanza y transmisión cultural: recordatorios de lo que debía valorarse en la comunidad. Los contextos arqueológicos —cuevas profundas, enterramientos, hogares prehistóricos— refuerzan la idea de que eran piezas cargadas de significado y no simples adornos.


Pero más allá de la hipótesis exacta, hay un hecho irrefutable: durante miles de años, el arte paleolítico puso a la mujer en el centro del escenario simbólico. Lo femenino fue lo representado, lo repetido, lo tallado una y otra vez. El hombre, en cambio, apenas aparece, y cuando lo hace es disfrazado de bestia, como si solo lo extraordinario pudiera competir con la fuerza cotidiana de la maternidad.

 

El giro del mundo


Y, sin embargo, algo cambió. Con el Neolítico llegaron la agricultura, la propiedad, las jerarquías, la guerra organizada. Allí donde antes se veneraba la fecundidad femenina como misterio central, comenzaron a imponerse los dioses masculinos, armados con rayos, espadas y tronos. La madre que había sido diosa fue relegada a consorte, a sombra, a virgen domesticada.


Las diosas-madre del Paleolítico dieron paso a los panteones patriarcales de Mesopotamia, Egipto, Grecia o Roma. La fertilidad siguió siendo sagrada, pero la mujer perdió su lugar de protagonista y quedó subordinada al poder masculino.


Quizás por eso las venus nos conmueven tanto: porque son el eco de un tiempo en que lo femenino era el centro de lo sagrado y de la vida, y no su apéndice. Un tiempo en que la primera divinidad que el hombre reconoció no bajaba del cielo con rayos, sino que vivía a su lado, sangraba, paría y alimentaba.

 

Allí, en el fondo de las cavernas, entre el humo de las antorchas y los gritos de la caza, la humanidad empezó a rezar sin rezar. Rezó a la mujer. A la tierra. Al vientre que paría futuro. Y esas piedras con forma de mujer, gastadas por miles de dedos, siguen gritándonos desde la prehistoria: la primera diosa fue una madre.

 

Eco en nuestro tiempo


Hoy, cuando las discusiones sobre igualdad y género recorren el mundo, estas venus resurgen como un recordatorio incómodo y luminoso: que lo femenino fue lo primero en ser divinizado. Que antes de los dioses guerreros, la humanidad se inclinó ante el misterio de la mujer. Redescubrir estas piezas no es solo un viaje arqueológico, es también un espejo: quizás el futuro requiera volver a reconocer en lo femenino no una sombra, sino una fuente de poder y vida.


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