Las líneas del destino: de Platón a San Martín
- Roberto Arnaiz
- 4 oct
- 7 Min. de lectura
Imagine a Platón bajo el sol de Atenas y a San Martín bajo la luna de los Andes, ambos mirando sus manos, buscando en la piel el lenguaje del destino. Seguramente le sorprenderá saber que Platón y José de San Martín —sí, el filósofo griego que soñó con la República ideal y el Libertador que cruzó los Andes— creían en la quiromancia, el arte de leer el destino en las líneas de la mano. Dos hombres separados por siglos y océanos, unidos por una misma curiosidad: descifrar los signos invisibles que gobiernan la vida.
Si usted mira ahora su mano, verá un mapa. No uno de esos que venden en librerías con fronteras y colores, sino uno más íntimo, más brutal, más verdadero: el mapa de su vida. Las líneas que cruzan su palma —esa M misteriosa que se dibuja sin pedir permiso— no son simples arrugas. Son surcos donde el tiempo escribió su firma. Y aunque la ciencia moderna se ría de estas cosas, desde los templos de la India hasta los cafés de París, hubo quienes juraron que allí, en esas líneas, está el destino de los hombres.
Cuenta la leyenda que, antes de morir, Platón confió a sus discípulos un pequeño tratado sobre las líneas del alma. Años después, ese manuscrito llegó a Egipto, a manos de los sabios de Alejandría, bajo los primeros Ptolomeos. Allí, entre papiros y estrellas, se decía que el filósofo había escrito en la piel el reflejo del cosmos. Decía que cada dedo representaba una fuerza del cosmos: el pulgar, la voluntad; el índice, la ambición; el medio, el equilibrio; el anular, la pasión; el meñique, la astucia. Platón no creía en el azar: pensaba que el cuerpo era el reflejo del alma, y que el alma, como un río, dejaba huellas donde pasaba. Las manos, para él, eran las orillas de ese río.
A veces, los héroes no sólo guardan espadas, sino también libros. José de San Martín, el mismo que cruzó los Andes con el viento en la cara y la muerte pisándole los talones, fue un lector voraz. En su biblioteca personal convivían tratados de estrategia, filosofía, historia y ciencia. Entre esas páginas estaba —según fuentes peruanas y registros antiguos de la Biblioteca Nacional del Perú (BNP)— un curioso volumen: Opus pulcherrimum chiromantie, impreso en Venecia en 1499 por Simon de Luere, uno de los primeros tratados europeos que combinan quiromancia y astrología renacentista.
El ejemplar existe realmente y se conserva hoy en la Biblioteca Nacional del Perú (BNP), identificado en su catálogo histórico. Su encuadernación en cuero y sus grabados en madera —manos abiertas con inscripciones en latín— lo convierten en una pieza rara del humanismo renacentista. Lo notable es que, según la tradición registrada por Ricardo Palma, ese libro formaba parte de la biblioteca que el Libertador donó en 1821 al fundar la institución. Según el registro histórico de la Biblioteca Nacional del Perú (BNP) y una nota de El Comercio (16 de marzo de 2022), el tratado Opus pulcherrimum chiromantie fue efectivamente recuperado por Palma y atribuido a la donación del Libertador.
Cuando San Martín proclamó la independencia del Perú, quiso dejar algo más que su espada. Dijo entonces: “Mi espada no hizo más que abrir la senda a la libertad; las armas de la ilustración completarán la obra.” Y con ese espíritu donó cerca de setecientos volúmenes, entre ellos obras de Voltaire, Rousseau, Plutarco y los clásicos del pensamiento ilustrado. El inventario original se perdió durante la Guerra del Pacífico, cuando las tropas chilenas ocuparon Lima y saquearon la Biblioteca Nacional, destruyendo o dispersando miles de libros.
Décadas después, Ricardo Palma —quien asumió la dirección de la Biblioteca Nacional del Perú (BNP) en 1883, tras la ocupación chilena— recuperó personalmente parte de esa colección, comprando libros a soldados chilenos “por dos reales”, como él mismo contó en sus memorias. Entre ellos —según testimonio recogido por El Comercio y por estudiosos de la BNP— se encontraba el tratado de quiromancia atribuido a San Martín. No hay inventario que confirme la posesión directa del Libertador, pero la tradición lo señala, y a veces la tradición es otra forma de verdad.
Así, aquel pequeño libro sobrevivió como un símbolo. No sólo del misticismo renacentista, sino del vínculo entre la razón y el enigma que también acompañó al Libertador. Leer la mano fue para él lo mismo que leer el destino de los pueblos: interpretar signos que otros no comprendían. San Martín creía en las señales. Cruzó los Andes el día de San Bartolomé, patrono de quienes vencen el miedo; izó la bandera del Perú al amanecer, convocando a la luz. Tal vez, en alguna noche de vigilia, haya mirado su palma y leído allí lo que no podía escribir con palabras: que el destino del hombre no termina en la victoria, sino en el silencio.
La quiromancia siempre vivió en la frontera entre el asombro y la burla. Los médicos la despreciaban, los poetas la defendían. En el siglo XIX, los periódicos publicaban anuncios de videntes que ofrecían leer el futuro en media hora, mientras los laboratorios medían el cerebro con frenómetros. Y sin embargo, la mano seguía ahí, obstinada, con su geometría viva. En 1914, El Comercio la describía así: “Desde la humilde gitana ambulante, que lee la suerte por unos centavos, hasta la elegante madame Thèbes, que dicta conferencias en París, hay una legión que vive del misterio y de la credulidad.”
Pero ni siquiera los escépticos escapaban del embrujo. Muchos acudían por curiosidad, otros por miedo, y los más lúcidos, por simple necesidad de creer en algo. Porque al final, todos queremos saber hacia dónde vamos. Y la quiromancia ofrecía lo que ninguna ciencia podía prometer: una versión íntima del destino. No estadísticas ni porcentajes, sino una historia personal contada con la voz del secreto.
Dicen los quiromantes que en el centro de la palma hay cuatro líneas principales: la de la vida, la del corazón, la de la cabeza y la del destino. Algunas se cruzan, otras se cortan, algunas desaparecen como ríos que se secan. Cada monte, cada curva, cada dedo, tiene su nombre. El monte de Venus, bajo el pulgar, es la pasión; el de Júpiter, la ambición; el de Saturno, la sabiduría; el de Apolo, la belleza. Parece un mapa de dioses caídos.
Somos la única especie que tiene cinco dedos separados, dicen los científicos. Pero los místicos agregan algo más: somos la única especie que puede cerrar el puño. En ese gesto —abrir o cerrar la mano— se encierra la tragedia humana: dominar o liberar, retener o soltar. Por eso las manos son antenas del alma. Con ellas acariciamos, matamos, escribimos, rezamos y dejamos huellas que ni el tiempo borra. Leer una mano es, en el fondo, lo mismo que leer el pasado: buscar en las marcas del tiempo una señal que nos diga quiénes somos.
En los años sesenta y setenta, cuando Lima todavía tenía tranvías y cafés con humo, las gitanas recorrían el centro ofreciendo leer la suerte. Bastaba que usted dudara un segundo frente a una vidriera, y ya tenía una mano extendida frente a su rostro: “Caballero, déjeme ver su palma... usted tiene un futuro brillante, pero cuidado con un amigo traidor.” Algunos se reían, otros pagaban. En la Costa Verde, la Plaza San Martín y el Parque de las Leyendas, aquellas mujeres con pañuelos de colores continuaban un oficio milenario, mezcla de intuición y teatro. Sabían mirar a los ojos, descubrir en un gesto lo que uno no confiesa ni al espejo. Y aunque los psicólogos digan que es pura lectura fría, algo quedaba flotando en el aire: la sensación de haber sido visto por dentro.
Una tarde, en los años noventa, un periodista agotado se dejó arrastrar por la curiosidad. Venía de una separación, deudas, noches de insomnio. En la plaza San Martín una gitana le tomó la mano sin pedir permiso. “Tiene usted una línea de la vida que se cruza con la del corazón —le dijo—. Eso pasa cuando uno ama más de lo que puede resistir.”
Él rió con amargura, dejó unas monedas y se fue. Pasaron los años. Perdió trabajos, ganó canas, se volvió un tipo silencioso. Un día, revolviendo papeles viejos, encontró una servilleta con esa frase anotada. Y entendió que la gitana no le había leído el futuro: le había puesto palabras al presente que él no quería mirar.
Porque de eso se trata la quiromancia, tal vez: no de predecir lo que vendrá, sino de revelar lo que ya está escrito adentro. La palma es un espejo. Y el que se atreve a leerla, se enfrenta a sí mismo.
Imagino las manos de San Martín. Manos que sostuvieron el sable y la pluma, que trazaron órdenes en papel y caricias en cartas secretas. Manos que temblaron al despedirse del ejército del Perú, sabiendo que hasta el héroe envejece. Tal vez, en un instante de calma, haya mirado su palma y sonreído al ver la línea de la vida: larga, firme, sin interrupciones. Tal vez comprendió que no importaba cuánto durara, sino qué escribiera en ella.
Porque al final, todos dejamos nuestras líneas en algo: en una piedra, en un libro, en la memoria de otro. La quiromancia, más que una superstición, es una metáfora. Nos recuerda que estamos hechos de tiempo, que el destino no se impone: se lee, se interpreta y, a veces, se reescribe. Quizás el alma, después de todo, no se esconda en el cielo ni en los templos, sino en la palma abierta del hombre que aún se atreve a creer.
Mire sus manos, lector. Las tiene frente a usted. Esas mismas que sostienen la taza del café, que acarician, que tiemblan, que trabajan. En esas manos está su historia, su esperanza, su derrota y su futuro. No necesita un oráculo para saberlo. Basta con mirar bien.
Y así, de Atenas a los Andes, el hombre sigue buscando en su propia mano la escritura invisible del destino. Y mientras haya hombres que miren sus manos buscando sentido, Platón y San Martín seguirán conversando en silencio, más allá del tiempo.






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