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Las mujeres originarias antes del olvido


Antes de que los barcos europeos asomaran sus velas por el horizonte del Río de la Plata, este territorio ya estaba habitado, sentido y soñado por más de treinta comunidades originarias. Pueblos con nombres que hoy apenas susurran los mapas: guaraníes, querandíes, chanás, mbeguás, charrúas, comechingones, diaguitas, wichís, tobas, mocovíes, mapuches, y muchos más.


Eran sociedades complejas, con sus propias lenguas, creencias, sistemas de organización, vínculos con la tierra, y sobre todo, una cosmovisión profundamente integrada al entorno natural.


Cada pueblo tenía su lengua, su música, su cielo. Pero compartían algo más profundo que la sangre: una reverencia casi sagrada por la tierra que habitaban. No se cortaba un árbol sin pedirle permiso. No se cazaba sin agradecer. En cada hoja, cada río, cada piedra, veían un espíritu, una historia, una advertencia.


Algunas eran nómadas, otras semisedentarias, otras sedentarias. Algunas construían con barro, otras se guarecían en cuevas, otras vivían en toldos. Pero todas reconocían en el río, en el sol, en la luna y en los animales una presencia sagrada. En el centro de esa visión del mundo, estaban ellas: las mujeres. Las invisibles. Las que nunca firmaron tratados ni aparecen en los retratos oficiales, pero sin las cuales la historia no habría tenido ni raíz ni fruto.


Ellas hablaban con la tierra, conocían el lenguaje de las plantas y el susurro de los ríos. Parían bajo las estrellas sin médicos ni comadronas tituladas. Sabían cuándo sembrar, cuándo callar y cuándo resistir.


No figuran en las crónicas. No tienen nombres en las avenidas. Fueron borradas como si nunca hubieran existido. Y sin embargo, estaban ahí antes de que el mundo se volviera mapa y mercancía. Porque antes de la conquista, antes del idioma impuesto, el alma de estas tierras hablaba en voz de mujer.


En las aldeas guaraníes, bajo el cielo pegajoso del Litoral, las mujeres eran las dueñas de la tierra. Eran ellas quienes sembraban el maíz, la mandioca, el poroto. Sus manos abrían el surco, cubrían la semilla, le cantaban a la tierra. Si el hombre iba a la guerra o al monte, era la mujer quien garantizaba que la vida siguiera. Que hubiera fuego, comida y canto.


En los toldos querandíes, donde la llanura parece no terminar nunca, las mujeres eran recolectoras, tejedoras del instante. Juntaban miel, raíces, frutos silvestres, carne seca, memoria. Eran ellas quienes contaban al niño quién era su abuelo, quienes tejían con palabras el linaje, la leyenda, la advertencia.


En todas las culturas del Río de la Plata —desde las cavernas de los comechingones hasta los bosques chaqueños de los wichís— la mujer era guardiana del fuego. Lo encendía al amanecer y lo cuidaba como si fuera un hijo más. Ese fuego que cocinaba, que iluminaba, que sanaba. El fuego que no debía apagarse nunca, porque apagarlo era invitar a la muerte. Y esa muerte la conocían bien: la veían cuando una madre perdía a su hijo, cuando una sequía mataba la cosecha, cuando llegaban los extraños con caballos y enfermedades.


Entre los mapuches, por ejemplo, las mujeres eran pilares de la transmisión cultural y espiritual. Muchas eran machis, sabias y sanadoras capaces de interpretar sueños, guiar rituales y curar enfermedades con conocimientos heredados de generaciones. En las ceremonias del nguillatún, su presencia era esencial, y sus cantos —los ülkantun— tenían poder para convocar a las fuerzas de la naturaleza. Algunas mujeres mapuches llegaron a tener influencia política dentro de los lof, y su palabra era escuchada como guía colectiva. En tiempos de conflicto, hubo quienes acompañaron en la lucha, como la recordada Fresia, símbolo de resistencia frente a la invasión española.


También en el sur, entre los tehuelches, la figura de María la Grande se impuso con respeto entre propios y extraños. No solo lideró a su pueblo: fue interlocutora directa con figuras como Charles Darwin, Luis Vernet, Juan Manuel de Rosas y el perito Moreno. Negoció con españoles, ingleses y criollos en términos de igualdad. Era reconocida por su inteligencia, su capacidad diplomática y su firmeza. María la Grande demostró que el poder político no era exclusivo de los hombres: en la vastedad patagónica, su palabra era ley y su presencia, autoridad.


Tampoco necesitaban diplomas para saber. Su saber estaba en la corteza, en el humo, en la luna. La curandera wichi conocía el resplandor de la hoja de chañar para calmar la fiebre, la corteza de palo santo para ahuyentar espíritus. El yuyo debía recogerse en luna menguante y con las manos limpias de odio. Sabían cuándo una dolencia venía del cuerpo o del alma, cuándo la pena se había metido en el pecho como espina y había que sacarla con llanto, con fuego o con ayuno.


Eran médicas, parteras, sabias del monte. Mientras en Europa apenas se conocían 400 plantas curativas, los pueblos originarios habían clasificado y utilizado más de 2000. Y esa sabiduría vivía en las mujeres.


La espiritualidad originaria tenía cuevas, estrellas, silencios. En ese mundo, la mujer era puente entre los vivos y los espíritus. El sueño era revelación. El canto, plegaria. La menstruación, rito. Cuando una niña sangraba por primera vez, se la iniciaba. Se le decía: ahora sos una con la luna, con el río, con la tierra. El parto no era tragedia: era un acto cósmico. Una mujer que paría se volvía doblemente sabia. Paría al hijo y también a una versión nueva de sí misma. Y después, al morir, era llorada con cantos antiguos, con humo de tabaco y palabras que no están en ninguna lengua europea.


No todo fue recolección y oración. Las mujeres también resistieron. Cuando los españoles llegaron con hambre y codicia, las querandíes fueron las primeras en rechazar su pan. Quemaron el fuerte de Mendoza y se comieron sus caballos.


En la selva guaraní, muchas empuñaron arcos y flechas. Otras se negaron a parir para los invasores. Escaparon al monte. Criaron a sus hijos lejos de la cruz y el látigo. Y otras —las más olvidadas— fueron obligadas a unirse a conquistadores, a servir en campamentos, a criar mestizos con apellidos españoles. Aun así, dejaron semillas de su lengua y su sangre en cada rincón del nuevo mundo que las aplastaba.


La historia oficial apenas las menciona. Dice "los guaraníes", "los pueblos originarios", como si hubieran sido todos hombres. Pero detrás de cada toldo, de cada fogón, de cada victoria o derrota, había una mujer originaria que sostuvo el mundo con sus manos.


Hoy, muchas de esas mujeres tienen descendientes que siguen luchando. Caminan por las calles con sus bebés a la espalda y la dignidad en la mirada. Hablan su lengua, aunque nos nieguen a escucharla. Cultivan, curan, sueñan.


Tal vez sus nombres se perdieron en la selva, en la pampa, en la piedra. Pero están ahí. En la tierra que pisan nuestros pies. En las canciones que no entendemos. En los silencios que nos incomodan.


Y si algún día querés saber qué es memoria, sabiduría y resistencia, no busques en los libros de historia. Buscá en los ojos de una mujer originaria. Escuchalos. Respétalos. Ahí está todo.


Y cuando te pregunten de dónde venimos, no señales un puerto ni una estatua. Señalá el fuego encendido por esas manos anónimas que todavía sostienen la memoria.


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