Lucio V. Mansilla: el argentino que vivió como si la vida fuera una novela (y él, su autor)
- Roberto Arnaiz
- hace 2 días
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En este país abundan los que se creen extraordinarios. Mansilla no. Mansilla lo era. Y no porque lo diga un biógrafo adulón, sino porque su vida está escrita con las tintas de la aventura, el escándalo y la ironía. Félix Luna decía que “ningún otro argentino del siglo XIX tuvo la versatilidad de su pluma y su espada”. Y Lucio Victorio, con la elegancia de un dandy y el descaro de un buscavidas, supo dejar huella en todos los terrenos.
Nació el 24 de diciembre de 1831, hijo de Lucio Norberto Mansilla, héroe de Obligado, y de Agustina Rosas, prima de Juan Manuel y conocida como “la Belleza de la Federación”. No era solo un rostro bello: Pacho O’Donnell recuerda que Agustina fue una mujer de fuerte personalidad, influyente en los círculos federales y con una habilidad política que modeló el carácter inquieto y audaz de su hijo. Creció entre salones porteños donde su madre desplegaba su diplomacia social, el olor a cuero de los campos y conversaciones en voz baja donde se decidía el país.
A los 16 años, Lucio se enamoró de Pepita, modista hija de franceses. La escena parece de folletín: cartas perfumadas, encuentros robados. Decidieron fugarse a Montevideo. Fracaso total: un soplón los delató. Ella terminó en un convento, él en arresto. Su madre, con la firmeza que la caracterizaba, le exigió las cartas y el retrato. Él, serio, guardó el retrato en el bolsillo: “No”. Lucio V. López cuenta que ahí empezó la leyenda. Lo desterraron a la estancia de su tío Prudencio.
Allí se enamoró de su prima Catalina. Los padres, ya resignados a que el muchacho era incorregible, lo mandaron a dar la vuelta al mundo. Antes de los 20 años había visto la India, Egipto, Turquía, Francia, Inglaterra. Halperín Donghi sostiene que esa experiencia cosmopolita marcaría su visión política y literaria: “Mansilla nunca pudo ver la Argentina como un espacio encerrado, sino como una parte de un tablero mucho más grande”, una visión que, según O’Donnell, su madre alentó desde la infancia con lecturas y relatos de la política exterior rosista.
Volvió justo en tiempos de Caseros. Escribió “Los siete platos de arroz con leche”, una pintura ácida de las vísperas en la casa de Rosas. Luego, el exilio en Europa, el regreso, el casamiento con Catalina. Tuvieron seis hijos. Cuando ella murió, se casó con Mónica Torromé, mucho más joven, en la Catedral de Westminster. Escándalo social. Y él, como siempre: imperturbable.
Su pluma fue tan filosa como su espada. “Una excursión a los indios ranqueles” (1870) lo llevó a la gloria y le valió premio en París. Pero sus “Causeries de los Jueves” eran dinamita pura: retratos costumbristas que hacían reír… hasta que el lector se daba cuenta de que estaba incluido en la sátira. Pablo Mendelevich lo define como “el primer gran cronista argentino que entendió que la ironía es más peligrosa que la pólvora”. En su estilo irónico y provocador puede rastrearse, como un eco, la lengua afilada de Agustina en los salones federales.
En el teatro, insultó a José Mármol durante “Amalia” y lo desafió a duelo por ridiculizar a su padre. Murmullo, cabezas girando, él de pie, firme como en un campo de batalla. Lo desterraron a Paraná. Volvió. Siempre volvía.
En el ejército, empezó en Pavón. Mandó el fuerte de Rojas, fue a la guerra contra Paraguay, se ganó una herida en Curupaytí. Sarmiento lo mandó a la frontera sur. Allí, en lugar de limitarse a combatir, se sentó a conversar con los caciques ranqueles. En los toldos, con un mate de por medio, escuchó a Mariano Rosas y Ramón Cabral. De ahí salió “Una excursión…”, que Tulio Halperín califica como “un acto de inteligencia política y literaria único en su tiempo”.
Llegó a general de división, posó con uniformes a la francesa, recorrió Europa para estudiar ejércitos y cumplió misiones secretas. Fue diputado, gobernador del Gran Chaco, presidente de la Cámara de Diputados, ministro plenipotenciario en Alemania, Austria y Rusia. Y en paralelo, un conversador temible, de esos que te desarman con una frase.
Su vida tuvo episodios que harían temblar a un funcionario moderno. Quiebras económicas, venta de su casa de Belgrano para pagar deudas. Un fusilamiento sumario en la frontera que le costó un juicio de honor. Durante la fiebre amarilla de 1871, integró la comisión de ayuda. En 1880, en un duelo, mató de un tiro al corazón al médico Pantaleón Gómez. Silencio, revuelo, antipatía. Siguió adelante.
Era capaz de pasar de un salón en París a un fortín polvoriento en Río Cuarto, sin perder el aplomo. En ambos espacios jugaba el mismo juego: observar, escuchar, recordar… y después escribir, tal como había aprendido de su madre en su juventud.
Murió en París el 8 de octubre de 1913, en brazos de Mónica. Tenía 81 años. Había enterrado a tres hijos. Fue despedido en “Le Figaro” y en todos los diarios de Buenos Aires. Sus restos están en la Recoleta. El Ejército lo llamó “el argentino más conocido de propios y extraños”.
Mansilla no fue un prócer de bronce. Fue de carne, ironía y curiosidad. Vivió en un país que aplaude la osadía, pero la castiga cuando incomoda. Y él incomodó mucho. Como diría Arlt: fue un lujo que la Argentina no supo repetir. Si viviera hoy, sería trending topic por un día… y exiliado al siguiente. O, quién sabe, Twitter no sobreviviría a Mansilla.
Bibliografía:
O’Donnell, Pacho. Juan Manuel de Rosas: el maldito de la historia oficial. Planeta, 1999.
Luna, Félix. Grandes protagonistas de la historia argentina: Lucio V. Mansilla. Centro Editor de América Latina, 1981.
Halperín Donghi, Tulio. Proyecto y construcción de una nación: Argentina 1846-1880. Ariel, 1994.
López, Lucio V. Recuerdos de viaje. Buenos Aires, 1898.
Mendelevich, Pablo. El país de las antinomias. Sudamericana, 2005.

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