Malvinas y Atlántico Sur: donde la Patria se juega el futuro
- Roberto Arnaiz
- 26 jul
- 5 Min. de lectura
“Los pueblos que olvidan su historia, renuncian a su destino.” — Juan Domingo Perón
El Atlántico Sur es mucho más que un mapa con olas y coordenadas. Es el corazón azul de nuestra soberanía, el horizonte donde la Argentina proyecta su futuro o entrega su destino.
Las Malvinas, el mar circundante, la plataforma continental y la puerta de entrada a la Antártida no son espacios lejanos ni abstractos: son parte vital de nuestra identidad y de nuestra geografía estratégica. En un mundo donde el poder se mide por quien controla las rutas, los recursos y la información, la militarización británica en las Islas Malvinas representa una amenaza concreta y permanente a la soberanía no solo de Argentina, sino de toda América del Sur.
Este artículo no es solo un análisis: es una llamada urgente a mirar el sur con ojos patrióticos y conciencia estratégica.
Desde que en 1820 David Jewett izó por primera vez la bandera argentina en las islas, la historia ha estado de nuestro lado. Fue la fuerza lo que torció el rumbo, no la razón.
Cada metro de ese territorio fue defendido con sangre en 1982 por soldados argentinos que, aún sin recursos, resistieron a una potencia nuclear. El precio de esa resistencia no puede ser ignorado ni reemplazado por diplomacia tibia.
Si el siglo XIX estuvo marcado por el control de las tierras, el XXI lo está por el control de los mares. El Atlántico Sur ya no es una zona remota: es una autopista estratégica, y las Malvinas, su garita de peaje. Desde allí se espía África, se vigila Sudamérica y se custodia —como si fuera propia— la llave del continente blanco.
Las rutas marítimas que pasan por esta región transportan petróleo, minerales, alimentos y tecnología. Controlarlas no es solo cuestión de soberanía: es de supervivencia geoeconómica.
Y en ese juego, el Reino Unido ocupa el lugar de un centinela armado.
La base de Mount Pleasant, construida tras la guerra de 1982 con una inversión inicial de 300 millones de libras esterlinas, es hoy la mayor instalación militar británica fuera de su territorio.
Aloja entre 1.200 y 1.800 efectivos permanentes, pistas aptas para jets supersónicos, sistemas de radar que cubren todo el cono sur y capacidad logística para operaciones de escala global. Ha recibido apoyo y visitas de fuerzas de Estados Unidos, Canadá y países europeos miembros de la OTAN.
Mount Pleasant no es solo británica: forma parte del entramado de inteligencia global anglosajón conocido como "Five Eyes", lo que multiplica su capacidad de control y seguimiento sobre comunicaciones y movimientos en el Atlántico Sur.
Al mismo tiempo, se inserta en la doctrina de disuasión estratégica de la OTAN, funcionando como base anticipatoria ante cualquier escenario de conflicto global. No se trata solo de vigilancia: se trata de disuasión.
La presencia de submarinos nucleares responde a una lógica que ubica al Atlántico Sur como zona potencial de respuesta rápida.
Lo que antes se hacía con buques cañoneros, hoy se hace con radares, drones, cazas Typhoon y submarinos nucleares.
Estos últimos —aunque su presencia rara vez es reconocida oficialmente— han sido detectados por monitoreos independientes, violando el espíritu del Tratado de Tlatelolco que prohíbe armamento atómico en América Latina.
Las profundidades del Atlántico Sur están siendo patrulladas, no por defensa, sino por dominio. Y quien patrulla sin permiso, no cuida: ocupa.
Desde esa posición, el Reino Unido no sólo controla el espacio circundante a las islas, sino que proyecta su influencia sobre el Mar Argentino, el estrecho de Magallanes y la extensa Zona Económica Exclusiva del Atlántico Sur.
El control no es solo del mar: también del aire y del subsuelo. Y más allá: la proyección futura hacia la Antártida, ese continente de paz que algunos ya pretenden cercar con alambre militar.
La Antártida no solo encierra el 70% del agua dulce del planeta, sino que guarda minerales estratégicos, información climática vital y un valor geopolítico incalculable en las próximas décadas.
Quien tenga un pie firme en las Malvinas, tendrá también la mano tendida sobre el continente blanco.
Satélites, sensores oceánicos y ejercicios militares periódicos garantizan una vigilancia permanente. Mount Pleasant no es una base más: es la cabeza de playa de la OTAN en el sur del mundo.
Su existencia rompe el equilibrio regional y siembra una amenaza latente en tiempos de tensiones globales.
Diversas resoluciones de UNASUR (2012), CELAC y el MERCOSUR (2013) han rechazado explícitamente la militarización británica en la zona, considerándola una amenaza a la paz y la soberanía de toda la región.
A ello se suma la Resolución 2065 de Naciones Unidas, que reconoce la disputa de soberanía e insta al Reino Unido y Argentina a negociar. Una resolución ignorada sistemáticamente por la potencia ocupante.
Paradójicamente, quienes se presentan como guardianes de la democracia global sostienen, en el sur del mundo, un enclave armado que niega los principios del derecho internacional.
Hablan de autodeterminación, pero sostienen su poder con bombarderos. Hablan de democracia, pero imponen silencio a punta de radar.
Dicen que es para proteger a los isleños, pero han montado un arsenal más digno de un portaaviones que de un pueblo de pescadores.
Allí donde debería haber redes de pesca, hay hangares blindados y radares intercontinentales.
En geopolítica, quien domina el sur, anticipa el futuro. Y el Reino Unido lo sabe.
Quien controla las Malvinas no solo vigila el sur: lo domina. Y quien las militariza, no quiere paz: quiere poder.
Mientras las islas se fortifican, nuestra soberanía se diluye en tratados incumplidos y reclamos diplomáticos ignorados.
Conclusión: El sur también es Patria
No hay soberanía posible sin decisión. Y no hay futuro posible si renunciamos a mirar al sur con dignidad, con estrategia y con voluntad de lucha.
Las Malvinas no son una causa del pasado: son la llave del porvenir. La militarización británica no es una anécdota, es un acto constante de dominación.
Nuestra defensa del Atlántico Sur no puede limitarse a discursos ni a reclamos formales. Debe ser parte de una política de Estado que entienda que el mar, el aire, los hielos y las islas son parte viva de nuestra nación.
Porque donde flamea otra bandera, la independencia es incompleta. Y donde un radar ajeno controla nuestro mar, la Patria está en peligro.
Porque no se trata solo de geopolítica: se trata de nuestra historia, de nuestros muertos en Malvinas, de nuestros hijos que deben heredar una Nación libre de tutelajes extranjeros.
Las Malvinas son la brújula moral de nuestra soberanía. Y mientras esa brújula apunte a otra bandera, sabremos que aún estamos a mitad de camino.
El sur también es Patria. Y defenderlo, es nuestro deber.
Sin sur no hay Nación. Sin soberanía, no hay futuro.






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