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Mencía Calderón y Sanabria: la capitana sin espada

 

Mientras los hombres de la historia firmaban conquistas, ella marchaba por la selva, cargando hijos ajenos, heridas propias y la dignidad como único escudo. En tiempos donde la obediencia era ley, Mencía Calderón rompió el molde: viuda del adelantado Juan de Sanabria, tomó el mando de una expedición hacia el corazón de Sudamérica. Era 1550. Desde Sanlúcar de Barrameda, partieron más de 300 personas —50 doncellas castellanas, niños, soldados, criados— rumbo a Asunción. Lo que debía ser un traslado imperial, se convirtió en una odisea sin mapas.


El marido de Mencía murió antes de embarcar. Los capitanes que quedaron se disputaban el mando como perros por un hueso. Entre ellos, su hijo Diego, joven, impetuoso e incapaz. Nadie pensó que una mujer sin espada terminaría liderando aquella caravana. Pero fue ella quien sostuvo la vida cuando todo se caía. Primero cruzaron el Atlántico. Luego naufragaron en las costas de Brasil. De ahí en más, comenzó el verdadero infierno.


Durante años vagaron entre Santa Catarina y San Vicente. Muchos murieron. Otros desertaron. Algunos fueron tomados por caciques o reducidos como esclavos. Mencía resistió. En 1553, logró reagrupar a los dispersos y comenzó la travesía más brutal: a pie, selva adentro, más de mil kilómetros hasta Asunción.


Una noche, en plena maleza, los oficiales discutían quién debía liderar. Ella repartió pan duro entre los niños, cruzó el río primero y los obligó a seguirla. No tenía título militar ni permiso real. Pero todos marcharon detrás.


Organizaba campamentos, curaba a los enfermos, calmaba a los hombres. Bajo lluvia y barro, fue madre, juez, pastora. Como escribió el historiador paraguayo Ricardo Scavone Yegros, Mencía fue “la primera capitana del Río de la Plata”, aunque el mundo se negara a llamarla así.


Cuando llegaron a Asunción en 1555, nadie los esperaba. No hubo campanas, ni vítores, ni crónicas. Solo pies deshechos y un silencio que olía a selva y a victoria íntima.


Sin saberlo, Mencía fundó una matria en movimiento. No una patria de espadas, sino una matria: ese territorio invisible tejido con cuidado, pan, canto y resistencia. Donde no se impone, se cuida. Donde no se conquista, se sostiene. Mencía no erigió fortalezas ni alzó banderas, pero protegió cuerpos, encendió fuegos, mantuvo viva la esperanza.


Fue madre de una forma distinta de fundar: sin cañones, sin decretos, sin estatuas. Solo con el coraje de una mujer sola frente a la historia.


Tal vez nadie le escribió una estatua, pero ella escribió en los cuerpos lo que otros olvidaron en los libros.


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