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Pedro Opeka: el hombre que recordó a la Argentina qué significa ser decente


A veces los escritores e historiadores creemos que los grandes ejemplos de humanidad habitan solo en los libros, escondidos bajo capas de polvo y siglos. Buscamos en el pasado héroes improbables, almas extraordinarias que hicieron lo que parecía imposible. Revolvemos archivos, perseguimos sombras, reconstruimos vidas que ya no existen.


Pero, de vez en cuando, la historia respira entre nosotros. No está en un museo ni en un pergamino: camina sobre la tierra, transforma realidades, y obliga a un país entero a preguntarse qué significa ser decente.


Ese hombre tiene nombre y apellido: Padre Pedro Opeka.


En una Argentina atravesada durante décadas por la idea venenosa de que la corrupción era parte natural del paisaje, de que la deshonestidad era un mecanismo inevitable del sistema, Opeka apareció como un golpe en la conciencia colectiva. Mientras acá discutíamos excusas, allá en Madagascar él levantaba escuelas sobre antiguos basurales, construía barrios donde antes había miseria y devolvía dignidad donde muchos solo veían descartes humanos.


No usó pancartas, ni marketing, ni discursos perfumados. Lo hizo con la materia prima que cambia el mundo de verdad:


  • Amor.

  • Trabajo.

  • Educación.

  • Disciplina.

  • Y una honestidad que no se doblaba ante nadie.


Opeka demostró algo que incomoda y a la vez ilumina: se puede hacer mucho con poco. Se puede transformar una montaña de basura en una comunidad. Se puede cambiar un destino con una pala, un cuaderno y una mano que se tiende sin pedir nada a cambio. Se puede enseñar que la dignidad no es un premio: es un derecho.


Mientras tantos en nuestra patria convertían la palabra "solidaridad" en una coartada, él la convirtió en ladrillos, en aulas, en esperanza concreta. Y lo hizo sin corrupción. Esa palabra que en Argentina suele ser susurro, tabú o excusa. Esa palabra que él demostró que es posible dejar atrás.


El Padre Pedro no es solo un sacerdote: es un espejo. Un espejo en el que la Argentina puede mirarse sin maquillaje. Un recordatorio brutal de lo que podríamos ser —y de a poco estamos intentando volver a ser— si dejáramos de justificar la mentira y recuperáramos la idea de que los principios, la moral y el trabajo son cimientos reales de una nación.


Su vida es una lección. Su obra, una respuesta. Su ejemplo, una oportunidad.


Porque, al final, la historia no siempre está lejos: a veces está viva, construyendo casas, levantando escuelas, abrazando a los olvidados. A veces la historia se llama Padre Pedro Opeka.


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