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¿QUÉ ES LA BELLEZA?

Actualizado: 4 jun


Imagínese un hombre cualquiera, sentado en una mesa de café, con la mirada perdida en la calle. El café humea entre sus manos mientras las gotas de lluvia golpean suavemente el vidrio. Afuera, la humanidad desfila con su inagotable danza de prisas y pausas.


Una mujer con un vestido rojo que desafía al gris del asfalto. Un anciano que arrastra los pasos con la serenidad de quien ya vio demasiado. Un joven que sonríe con una liviandad que nadie sabe si es felicidad o simple inconsciencia.


Y entonces, como un relámpago que parte en dos la monotonía del día, surge la pregunta: ¿qué es la belleza?


Nos dicen que es un rostro perfecto, un paisaje de postal, una escultura de mármol con proporciones exactas. Que se encuentra en lo impecable, en lo armónico, en lo que cumple ciertos requisitos.


Pero basta detenerse un segundo a observar el mundo para que esa idea se desmorone como un castillo de arena.


Si la belleza fuera solo una cuestión de medidas y simetría, los maniquíes de las vidrieras serían los verdaderos dioses del arte. Y sin embargo, son esas esculturas de narices torcidas y miradas tristes las que llenan los museos.


Los griegos, que de estas cosas sabían bastante, discutieron el tema hace siglos. Platón aseguraba que lo bello era un reflejo de lo divino, algo inalcanzable que solo podíamos imitar torpemente en este mundo. Aristóteles, más terrenal, decía que la belleza era equilibrio y proporción.


Pero entonces, ¿qué hacemos con lo que nos emociona sin cumplir ninguna norma? ¿Dónde encajan la voz rota de un viejo cantante de tango, una pared llena de graffitis o la risa imperfecta de alguien que amamos?


Nos han enseñado a buscar la belleza con los ojos, cuando en realidad está en otra parte.

A veces se esconde en lo efímero: un amanecer visto desde la ventana del colectivo, el sonido de la lluvia en una noche solitaria, el olor de un libro viejo que nos transporta a la infancia.


Otras veces, nos golpea de frente cuando menos lo esperamos: en una conversación honesta, en un abrazo inesperado, en una despedida que duele pero que guarda un brillo de verdad.


¡Cuántas veces alguien de rostro perfecto nos ha parecido insoportable al abrir la boca! ¡Cuántas veces una melodía, un aroma, una mirada han resultado más conmovedores que cualquier canon estético!


Pero en este mundo donde todo se mide, se etiqueta y se vende, la belleza no podía quedarse afuera del negocio.


Las redes sociales han convertido lo bello en un producto de consumo rápido. Los filtros de Instagram eliminan cada imperfección, los algoritmos deciden qué debemos admirar, las tendencias dictan lo que es atractivo y lo que no.


Nos hacen creer que elegimos lo que nos gusta, pero en realidad seguimos un libreto escrito por otros.


Nos han convertido en jueces automáticos que deslizan el dedo en una pantalla para aprobar o descartar rostros, cuerpos, paisajes. Nos han robado la capacidad de sorprendernos.


Pero la belleza, la de verdad, es un animal salvaje. No se deja domesticar por likes ni por tendencias.


En Japón, existe el concepto de wabi-sabi, que encuentra lo hermoso en la imperfección y en el desgaste del tiempo. Un cuenco roto que ha sido reparado con oro no es menos valioso, sino más significativo porque lleva la historia de sus cicatrices.


Y si lo pensamos bien, eso es lo que nos conmueve: lo que tiene una historia, lo que ha resistido, lo que ha vivido.


No es la piel sin arrugas, sino las líneas que cuentan una vida. No es el objeto nuevo, sino el que tiene marcas de uso. No es la palabra calculada, sino la dicha con el corazón en la mano.


Pero la belleza no es solo emoción, también es poder.


Ha sido la gran rebelde de la historia. El refugio de quienes no tenían voz. La trinchera donde se escondieron las verdades que nadie quería oír.


En tiempos de censura, los artistas usaron cuadros, canciones y versos para decir lo que estaba prohibido. Desde el surrealismo, que desafió la razón después de las guerras, hasta la música de protesta que gritó por los olvidados, el arte siempre fue una forma de lucha.


Porque lo que nos emociona también nos sacude. Nos obliga a pensar. Nos hace cuestionar.

Desde los murales de Diego Rivera hasta la poesía clandestina de los oprimidos, la belleza ha sido una forma de resistencia.


Pero al final, cuando todo se apaga, cuando las luces de la ciudad se van apagando una por una y el silencio toma el control, la pregunta sigue en pie.


¿Qué es la belleza?


Quizás sea aquello que nos deja sin palabras. Lo que nos obliga a detenernos en un mundo que nunca para.


Quizás sea esa chispa que nos recuerda que estamos vivos.


O quizás, y esto es lo más inquietante, sea algo que solo existe cuando lo sentimos, cuando nos atrevemos a mirarlo sin prejuicios, sin reglas, sin guías.


Y ahora que hemos llegado hasta aquí, después de tanto preguntarnos, queda solo una cuestión:


¿Cuántas veces hemos dejado pasar la belleza sin darnos cuenta, distraídos por la versión impuesta de lo que debería ser hermoso?



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