¿Sabes cómo Inglaterra avanzó sobre la Patagonia antes de que la Argentina pudiera defenderla?
- Roberto Arnaiz
- 15 nov
- 5 Min. de lectura
La historia argentina tiene sombras que no figuran en los manuales, silencios que no son olvido sino advertencia. Sombras que se deslizan entre diarios de bitácora mojados, cartas diplomáticas escritas al borde del insulto y testimonios que nadie quiso repetir para no despertar fantasmas dormidos. Porque la verdad es brutal: la Patagonia estuvo mucho más cerca del Imperio Británico de lo que estamos dispuestos a admitir.
No fue sólo Ushuaia con la bandera inglesa flameando quince años. Ni fue únicamente Malvinas arrebatada en 1833. Fue una estrategia fina, larga, paciente y meticulosa. Una telaraña que Inglaterra tejió entre puertos patagónicos, misiones religiosas, expediciones científicas y amenazas diplomáticas que sonaban a ultimátum. Antes de que la Argentina levantara un cuartel, un faro, un muelle o siquiera un croquis aceptable, Inglaterra ya había olido el territorio como un lobo que reconoce un valle desprotegido.
El sur visto desde Londres: un espacio vacío, un botín esperando bandera
A fines del siglo XVIII, cuando el Imperio Británico ya dominaba medio planeta, la Patagonia era —en su lectura interesada— “un territorio sin dueño claro”, una ficción útil que repetían sin pudor en sus informes. Londres necesitaba puertos seguros camino al Pacífico, estaciones para sus balleneros, rutas alternativas ante la expansión de Estados Unidos y posiciones estratégicas para asegurar su dominio del Atlántico Sur.
En esa lógica imperial, la Patagonia no era ajena: era una oportunidad. Una pieza floja en el tablero global.
Por eso San Julián —mucho antes de que existiera una sola guarnición argentina— se convirtió en un puerto habitual de reparaciones, aguada y descanso, casi un enclave extranjero tolerado por omisión. Buques como el Unicorn, el Swift, la Nereide o el Doris se movían como en casa. No era una base militar oficial, pero operaba como si lo fuera: discreta, eficaz y siempre disponible. Relevaban costas, interrogaban indígenas, estudiaban bahías y anotaban rutas “para un eventual despliegue”. La palabra clave era “eventual”, un eufemismo elegante para algo ya pensado.
Y esa eventualidad llegó.
1833: Malvinas como primer aviso
Cuando John James Onslow arrió la bandera argentina en Malvinas, no improvisó: ejecutó un libreto escrito décadas antes. Aquel gesto formaba parte de un plan que venía madurando desde 1765, cuando Inglaterra instaló un fuerte en Puerto Egmont. Tomaron Malvinas sabiendo que era la llave del sur. La Patagonia, aunque no lo declararan abiertamente, era el siguiente paso.
Los mapas como armas: el Adventure, el Beagle y la obsesión cartográfica
Entre 1820 y 1880, Inglaterra desplegó una red de expediciones hidrográficas que sería la envidia de cualquier país sudamericano. Los nombres son casi míticos: Adventure, Beagle, Nassau, Alert, Endeavour.
Se dice que “estudiaban la costa”. Mentira a medias.
Claro que la dibujaban, pero también: – Relevaban pasos militares. – Registraban recursos naturales. – Identificaban rutas indígenas. – Anotaban debilidades argentinas. – Calculaban tiempos de navegación para un desembarco.
Fitz Roy y Darwin registraron valles, cuencas y poblaciones con una precisión quirúrgica que revelaba mucho más que simple curiosidad científica. Esa información terminó en Londres, no en museos.
Los balleneros: la avanzada que nadie vigilaba
Desde la década de 1830, flotas enteras de balleneros británicos operaban en el Golfo Nuevo, el Golfo San Jorge y Santa Cruz. En algunas temporadas superaban los cuarenta barcos.
Construían chozas, dejaban señales, enterraban barriles, montaban campamentos. Para los pueblos tehuelches y aonikenk eran figuras blancas que llegaban desde el mar con armas, un idioma áspero y una actitud que anticipaba algo más serio que simples faenas de caza. Porque quien controla el mar, tarde o temprano, controla la tierra.
La amenaza explícita: Inglaterra “intervendrá si Argentina no pacifica”
En la década de 1870, Inglaterra dejó la sutileza de lado. A través de comunicaciones diplomáticas advirtió:
“El Gobierno de Su Majestad se reserva el derecho de intervenir en la Patagonia si la República Argentina no controla los ataques indígenas que afectan el comercio británico”.
Traducido al castellano llano: si ustedes no controlan ese territorio, lo haremos nosotros.
Era la voz de la mayor potencia naval del planeta: no era un aviso, era un ultimátum disfrazado de cortesía diplomática. Ese es uno de los motivos —de los menos mencionados— por los cuales el gobierno argentino aceleró la Campaña al Desierto. No era sólo política interna: era un movimiento desesperado para evitar una ocupación extranjera.
Las misiones anglicanas: religión con bandera imperial
La misión anglicana de Ushuaia no fue una obra de caridad espiritual: fue una avanzada geopolítica. En 1869, Waite Stirling llegó al Beagle como primer obispo de las Islas Malvinas. La Church of England no actuaba sin el guiño del Foreign Office.
Primero levantó la misión. Luego, sin pedir permiso a nadie, clavó la bandera inglesa. Esa bandera flameó hasta 1884. Quince años completos en los que el Estado argentino ni siquiera sabía qué ocurría allí.
Cuando Augusto Lasserre llegó con su escuadrilla y la arrió para reemplazarla por la celeste y blanca, no sólo recuperó un poblado: evitó que una misión religiosa se transformara en colonia británica.
Exploradores, informes y sugerencias peligrosas
No fueron sólo barcos y obispos. También llegaron exploradores británicos que actuaban como ojos del Imperio.
George Musters recorrió la Patagonia de punta a punta y dejó un informe donde sugería que la región “podría requerir protección británica”.
Hesketh Prichard trazó rutas estratégicas para eventuales excursiones militares.
William Greenwood registró recursos, pasos y zonas aptas para abastecer flotas. Sus diarios no eran literatura: eran informes de inteligencia redactados para evaluar el terreno antes de avanzar.
La reacción argentina: tarde, pero a tiempo
Recién entre 1876 y 1884, con conflictos internos y amenazas externas, la Argentina despertó: – Fundó ciudades costeras. – Instaló guarniciones. – Creó la Gobernación de la Patagonia. – Construyó faros. – Envió la Armada al sur. – Arrió la bandera inglesa en Ushuaia.
Fue una carrera contra reloj, una pulseada muda que el país no podía —bajo ningún concepto— darse el lujo de perder.
La verdad incómoda
Durante dos siglos, Inglaterra movió piezas en la Patagonia con la paciencia de un jugador de ajedrez que sabe que su rival no tiene torres, ni caballos, ni reina.
Exploró, cartografió, comerció, evangelizó, presionó y amenazó sin pausa y sin disimulo. Cada movimiento tenía un propósito.
Y aunque muchas de estas historias duerman bajo el viento del sur, la verdad sigue ahí, intacta:
La Patagonia fue —y sigue siendo— un espacio geopolítico disputado. La historia no terminó. Solo cambió de escenario.
En el próximo artículo analizaremos la situación actual, los nuevos intereses extranjeros y por qué la Patagonia continúa siendo un punto estratégico en disputa.
Porque un país, si quiere seguir siendo país, primero se defiende con memoria. Y la memoria, cuando se la mira sin miedo, siempre revela lo que otros quisieron borrar.






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