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San Martín, agente inglés: la farsa de los mediocres


En estos últimos tiempos, como hongos venenosos que brotan en la humedad de la ignorancia, ha comenzado a circular una idea tan absurda como peligrosa: que José de San Martín, el padre de nuestra independencia, habría sido un agente inglés. Una patraña que se alimenta de la desmemoria y del rencor de quienes nunca levantaron un fusil ni cruzaron una montaña, pero que, cómodamente instalados en la butaca de la historia, creen descubrir conspiraciones donde solo hubo grandeza. Detrás de esta “movida” late algo más profundo: la voluntad de desacreditar a los símbolos, de dinamitar los cimientos de nuestra identidad nacional. Y San Martín, ese coloso de carne y hueso, es el blanco perfecto.


Conviene responder con datos, con memoria, y con la crudeza que exige la verdad. Porque el Libertador no necesita defensores tibios: exige plumas y gargantas que digan las cosas como son, sin adornos ni medias tintas.

 

Inglaterra y el Río de la Plata: negocios, no independencia


Gran Bretaña jamás tuvo interés en promover nuestra independencia. Lo que buscaba eran mercados, no patrias nuevas. Su intentona privada de 1806 y 1807, cuando los comerciantes londinenses quisieron ocupar estas tierras como quien clava una bandera en un botín, fracasó estrepitosamente. Los criollos echaron a los invasores a patadas, y Londres comprendió que la ocupación directa era un negocio caro e inviable.


¿Qué hicieron entonces los ingleses? Jugaron la carta que mejor conocían: el comercio. La guerra contra Napoleón les brindó la oportunidad soñada. Con España ocupada y debilitada, firmaron tratados de amistad y libre comercio que les abrían las puertas de todos los puertos americanos sin necesidad de disparar un solo cañón. La independencia de estas colonias, en ese contexto, no era conveniente: fragmentaba mercados y multiplicaba problemas diplomáticos. Inglaterra prefería negociar con una España débil antes que con una constelación de repúblicas nuevas, cada una con sus propias ideas y ambiciones.


Por eso el Río de la Plata no recibió armas, ni barcos, ni soldados ingleses. Nada. Ni siquiera un préstamo. San Martín, aunque había combatido en Europa como aliado circunstancial de Gran Bretaña contra Napoleón, no recibió un solo beneficio por ello. Inglaterra no veía con buenos ojos a este hombre que hablaba de independencia de naciones, de soberanía, de libertad verdadera. Lo suyo era comerciar, no fundar patrias.

 

El mito del Plan Maitland y la realidad sanmartiniana


Algunos agitadores de café sostienen que San Martín vino a cumplir el Plan Maitland, esa vieja estrategia británica de invadir Sudamérica por Chile y Perú. Sí, es posible que San Martín lo conociera: era un militar culto, informado, y ese plan circulaba entre estrategas. Pero una cosa es leer un proyecto en un escritorio londinense y otra muy distinta es ejecutarlo sin la maquinaria imperial de la Royal Navy ni los cofres repletos de oro inglés.


San Martín no contó con nada de eso. Lo suyo fue arrancar de la nada. El Ejército del Norte, que debía cumplir el movimiento de pinza previsto en los planes teóricos, se desintegró devorado por la Anarquía del Año 20. San Martín quedó solo. Obligado a una jugada que rozaba lo suicida, cruzó a marchas forzadas la cordillera de los Andes, salvando a su ejército y perdiendo apenas un batallón en la travesía más extraordinaria de la historia militar americana. Allí, mientras él avanzaba hacia Chile, dependía del genio de Güemes y sus gauchos para frenar cualquier invasión realista desde el Alto Perú.


¿Esto es cumplir un plan inglés? No, señores. Esto es improvisar con genialidad cuando el tablero político se desmorona y el futuro de un continente cuelga de un hilo.

 

El verdadero sustento: Chile y la nada


La Campaña del Perú tampoco tuvo olor inglés. San Martín armó su ejército con la ayuda de Chile, país que él mismo había liberado junto a O’Higgins. Los barcos de la expedición fueron comprados a particulares: ni un cañonazo, ni un barril de pólvora vino de Londres. Las misiones diplomáticas que intentaron obtener apoyo fracasaron una tras otra.


Los pocos oficiales extranjeros que se sumaron eran, en su mayoría, franceses, aventureros y mercenarios sin destino tras la caída de Napoleón. Apenas un puñado de británicos se incorporó, pero ya como mano de obra desocupada, no como enviados de la corona.


Y para colmo, las armas que se lograron adquirir mediante intermediarios ni siquiera eran británicas. Aquí conviene aclararlo bien: los fusiles “Brown Bess” que llegaron al Ejército de los Andes no eran auténticos. El Brown Bess original era el mosquete reglamentario del ejército británico, símbolo de su poderío militar. Pero los que empuñaron los soldados de San Martín eran copias belgas, fabricadas en Lieja. Imitaciones más baratas y de menor calidad, conseguidas en el mercado negro de armas.


Si Inglaterra hubiera estado detrás de San Martín, no habría tenido que armar a sus hombres con falsificaciones. Hubiera recibido, directamente, los arsenales de la Royal Army. Ese detalle —los Brown Bess de imitación— es una prueba irrefutable: el Libertador no contó jamás con apoyo británico.

 

Bolívar, el favorito de Londres


Contrastemos ahora. Mientras San Martín se dejaba la piel levantando ejércitos con migajas, Bolívar recibía mayores simpatías británicas. ¿Por qué? Porque la Gran Colombia que soñaba el venezolano resultaba más “potable” para Londres: un bloque unificado, con el que podía firmar tratados comerciales de gran escala. Bolívar encajaba mejor en los intereses de la diplomacia británica terminada la guerra con Napoleón.


San Martín, en cambio, insistía en la independencia real de cada nación. Era menos manejable, más incómodo. No sorprende entonces que Inglaterra recién reconociera nuestra independencia en 1825, cuando el Libertador ya se había retirado a su voluntario exilio, y lo hiciera por un tratado de libre comercio, sin solemnidades ni homenajes.


Para entenderlo mejor: mientras Bolívar sumaba a sus filas a decenas de oficiales británicos desempleados tras Waterloo, San Martín debía conformarse con algunos franceses sin rumbo y fusiles belgas de imitación. Esa diferencia explica por qué Londres veía con simpatía a uno y con desconfianza al otro.

 

San Martín y Bolívar: dos visiones de la Patria Grande


Aquí conviene detenerse. Porque en este punto suele haber confusión. Algunos dicen que San Martín no quería la Patria Grande. Error. La quería, pero con una diferencia esencial respecto de Bolívar.


·      San Martín creía en una confederación de naciones libres. Primero la independencia, después la unión. Como las trece colonias norteamericanas que, tras liberarse, decidieron unirse en federación. Para él, lo sagrado era la soberanía de cada pueblo. No quería que Buenos Aires sustituyera a Madrid, ni que Lima mandara sobre Santiago, ni que Bogotá dictara leyes a Quito. Cada nación debía ser dueña de sí misma, y luego, unirse libremente en una gran confederación americana.


·      Bolívar, en cambio, pensaba que sin unidad inmediata la anarquía se devoraría la independencia. Su sueño fue la Gran Colombia: un solo Estado que incluyera Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá, bajo un poder fuerte y centralizado. Bolívar desconfiaba de las democracias amplias y proponía incluso presidencias vitalicias. Su Patria Grande era un gigante uniforme, con un solo centro de poder.


San Martín quería una Patria Grande de naciones libres. Bolívar, una Patria Grande de provincias subordinadas. Esa fue la diferencia. Por eso la Gran Colombia se desintegró en pocos años: el centralismo no pudo contener la diversidad de pueblos y regiones. San Martín, pragmático y realista, comprendía que la unión debía nacer de la libertad y no de la imposición.

 

Los que inventan traiciones


Acusar a San Martín de agente inglés es un insulto que revela más de los acusadores que del acusado. Porque si Inglaterra hubiese estado detrás de su empresa, la historia habría sido otra: barcos de guerra escoltando al Ejército de los Andes, arsenales repletos de fusiles auténticos, préstamos financieros, diplomáticos presionando por el reconocimiento inmediato de la independencia. Nada de eso ocurrió.


Lo que sí ocurrió fue un hombre sosteniendo, casi en soledad, la causa americana. San Martín no fue un “agente inglés”: fue un titán que se enfrentó tanto a los realistas como a la indiferencia de las potencias. Lo que tuvo a su favor fue su genio militar, la tenacidad de sus soldados y el fervor de pueblos decididos a ser libres.

 

Epílogo: la memoria como trinchera


San Martín fue de carne y hueso, pero también fue de bronce. Y si hoy intentan corroer ese bronce con el ácido de la calumnia, corresponde responder con la misma fuerza con la que él clavó su bandera en los Andes: con la verdad.


Decir que fue un agente inglés es como decir que la cordillera que cruzó a lomo de mula fue construida por albañiles británicos. Es la mentira convertida en chiste, y el chiste transformado en veneno.


Nuestra tarea es clara: defender su memoria como se defiende una trinchera. Porque cada vez que alguien quiere arrancarnos a San Martín, en realidad quiere arrancarnos la posibilidad de creer en nosotros mismos.

 

Bibliografía sugerida


  • Bartolomé Mitre, Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana.

  • Tulio Halperín Donghi, Revolución y guerra: formación de una élite dirigente en la Argentina criolla.

  • Norberto Galasso, Seamos libres y lo demás no importa nada.

  • Felipe Pigna, Los mitos de la historia argentina.

  • John Lynch, San Martín: Soldado argentino, héroe americano.


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