San Martín entre Homero y Cervantes: los libros que forjaron un Libertador
- Roberto Arnaiz
- 21 ago
- 6 Min. de lectura
Imaginen a un joven José de San Martín en Cádiz, todavía lejos de la gloria, sentado en un cuarto estrecho iluminado por una vela. No es el Libertador que cruzará los Andes, ni el hombre que se medirá con imperios. Es apenas un oficial de rostro serio, con uniforme español, que en lugar de gastar su tiempo en tabernas se hunde en las páginas de los clásicos.
Ahí lo tenemos: doblando el lomo de La Ilíada de Homero, dejándose arrastrar por el fragor de las lanzas en Troya. O riéndose con amarga complicidad de las aventuras imposibles de un hidalgo flaco en El Quijote de Cervantes. Son dos libros, pero en ellos late el germen de un destino.
De Homero aprendió que la guerra no es un desfile de uniformes, sino una tragedia colectiva. En la Ilíada encontró a Héctor, condenado a morir pero firme en su deber; a Aquiles, cegado por la furia y la gloria; a Ulises, que gana con astucia lo que otros pierden con soberbia. No eran personajes lejanos: eran advertencias vivas.
Cuando San Martín leía la escena en que Héctor se despide de Andrómaca, comprendía que la guerra siempre cobra un precio en lágrimas. Cuando repasaba el regreso de Aquiles al combate, entendía que la cólera puede ser un arma, pero también un veneno. Y al abrir las primeras páginas donde Homero canta: “Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles”, sabía que también él estaba destinado a luchar contra fuerzas que excedían a los hombres.
Cervantes, en cambio, le dio la otra cara de la vida: la locura sublime de perseguir lo imposible. El Quijote le enseñó que un hombre puede estar solo contra el mundo entero, pero si cree en su causa puede torcer la historia. El caballero de la Triste Figura se lanza contra gigantes que son molinos; San Martín marcha contra un imperio que parece invencible.
Ambos son acusados de locos, ambos persiguen un sueño que nadie más comprende. Y sin embargo, son esos locos los que hacen girar la rueda del destino. “Cambiar el mundo, amigo Sancho, no es locura ni utopía, sino justicia”, podría haber susurrado San Martín en su campamento, convencido de que la libertad merecía la apuesta.
San Martín no fue un erudito encerrado en libros. Fue un lector práctico: leía para templar su espíritu y pensar la guerra. Por eso, cuando organizó el cruce de los Andes, sabía que estaba protagonizando su propia Ilíada: hombres descalzos en medio de la nieve, caballos que se desploman, ríos que parecen murallas, todo bajo un destino implacable. Y sin embargo, avanzaron. Como Aquiles, eligieron desafiar a los dioses. Como Héctor, aceptaron luchar aunque la derrota fuera posible. Aquella cordillera fue su Troya: un muro levantado por la naturaleza y derribado por la voluntad.
Aquí conviene hacer un contraste necesario: San Martín y Bolívar. Ambos son libertadores, ambos leyeron a los clásicos. Pero sus lecturas los moldearon de manera distinta. Bolívar, formado en Caracas y en Europa, se dejó impresionar por Rousseau, por las ideas de la Ilustración, por la filosofía de los derechos del hombre. Leía con frenesí, memorizaba discursos, hablaba como tribuno. San Martín, en cambio, era más parco, más silencioso. No buscaba adornar su palabra, sino fortalecer su voluntad.
Mientras Bolívar soñaba con la Gran Colombia, un proyecto casi retórico de unidad, San Martín planeaba con frialdad la liberación continental: primero Chile, luego Perú. Bolívar era la chispa; San Martín, la pólvora. Bolívar volcán en erupción, San Martín montaña silenciosa. Bolívar escribía cartas inflamadas que parecían discursos ante multitudes; San Martín prefería órdenes breves, lacónicas, cargadas de la contundencia de quien sabe que lo esencial se dice con hechos. La diferencia estaba en las lecturas: Rousseau frente a Homero, oratoria frente a épica.
Pero San Martín no estaba solo en esa genealogía de grandes lectores. Alejandro Magno llevaba siempre consigo un ejemplar de Homero, anotado por Aristóteles. Dormía con la Ilíada bajo la almohada y se veía a sí mismo como un nuevo Aquiles. Napoleón devoraba a Plutarco y a Voltaire, buscando en ellos el manual del poder. Aníbal Barca, cartaginés educado en Grecia, admiraba a los héroes homéricos y atravesó los Alpes como si estuviera repitiendo un pasaje de la epopeya. Todos ellos encontraron en Homero y en la tradición clásica la confirmación de que la guerra es un escenario donde los hombres se miden contra lo imposible.
La diferencia está en el desenlace. Alejandro murió joven, creyéndose semidiós. Napoleón terminó prisionero en Santa Elena, condenado por su ambición desbordada. Aníbal, derrotado por Roma, se quitó la vida antes que rendirse. San Martín, en cambio, eligió un final distinto: no buscó coronas ni imperios, sino el retiro en el silencio. Como Ulises, supo cuándo regresar a Ítaca. Como Don Quijote, terminó sus días sin gloria visible, pero con la certeza de haber peleado por un ideal. En Boulogne-sur-Mer, viejo y enfermo, pudo haber releído a Cervantes y verse en ese caballero que muere desencantado, pero orgulloso de haber soñado.
Cervantes le dio a San Martín palabras que parecían escritas para él: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”. Esa frase lo acompañó más que cualquier proclama. Porque para él, la guerra no era conquista, era libertad. De ahí su obsesión en no permitir saqueos, en imponer disciplina férrea, en recordar a sus soldados que la independencia no debía nacer manchada por el desorden.
Homero, en cambio, le susurraba otra máxima: “Uno solo vale por mil, si es héroe”. Y ese eco se escuchó cuando San Martín armó a un ejército de campesinos, mulatos, gauchos, esclavos liberados, y les dijo que podían vencer a los regimientos más poderosos del rey de España.
Podemos imaginarlo en Mendoza, rodeado de mapas y de partes militares, abriendo de vez en cuando sus libros predilectos. En las páginas de Homero, veía a sus granaderos convertidos en aqueos, luchando por una causa que los trascendía. En las páginas de Cervantes, se veía a sí mismo, el Quijote de los Andes, dispuesto a enfrentar molinos de viento que eran ejércitos regulares. Esa mezcla de tragedia homérica e idealismo cervantino es lo que hizo de él un estratega singular.
El contraste con Bolívar lo resalta todavía más. Bolívar buscaba convencer con palabras, su espada era también su lengua. San Martín prefería convencer con hechos: vencer en Chacabuco, resistir en Maipú, liberar Lima. Bolívar hablaba como un personaje de Rousseau, San Martín actuaba como un personaje de Homero. Y cuando se encontraron en Guayaquil, fue el choque de dos estilos, de dos bibliotecas: la del filósofo de Ginebra y la del poeta ciego de Grecia.
Al final, lo que define a San Martín no es sólo su genio militar, sino su condición de lector. Los libros que amó le dieron la arquitectura invisible de su pensamiento. La Ilíada lo hizo consciente del destino trágico de los héroes. El Quijote lo convenció de que valía la pena lanzarse contra imposibles. Esa doble herencia lo convirtió en algo más que un general: lo convirtió en mito.
Y aquí estamos, dos siglos después, recordándolo. Pero recordémoslo bien: no como una estatua inmóvil, sino como lector nocturno, como hombre que entendía que entre dos tapas de libro podían caber ejércitos enteros, como estratega que halló en Homero y en Cervantes la pólvora espiritual para incendiar América. Recordémoslo como un hombre que leyó hasta incendiarse el alma.
La patria, señores, no se hizo sólo con fusiles, caballos y cañones. Se hizo también con libros. Con Homero, que enseñaba a mirar la muerte de frente. Con Cervantes, que enseñaba a morir por un sueño. Y con un hombre que supo unir ambas cosas en un acto de coraje.
Por eso, cuando el Ejército de los Andes se levantó sobre la nieve, no era sólo un ejército de hombres: era la encarnación de una biblioteca. Era la Ilíada marchando en columnas. Era El Quijote atravesando abismos. Y era San Martín, el más silencioso de los libertadores, demostrando que a veces la victoria no se gana con discursos ni con ambición, sino con la fe de quien ha leído y comprendido que la historia es, al fin y al cabo, una obra escrita en sangre y en papel.
Y hoy, en pleno siglo XXI, cuando el ruido del mundo nos invita a olvidar, vale preguntarse: ¿qué haríamos si volviéramos a leer lo que él leía? Tal vez entenderíamos que Homero y Cervantes no son piezas de museo, sino manuales vivos de resistencia, dignidad y esperanza. Y que, como San Martín, todavía podemos ser héroes o quijotes, si nos animamos a enfrentar lo imposible.






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