San Martín y el juicio a Guayaquil
- Roberto Arnaiz
- hace unos segundos
- 2 Min. de lectura
El patio estaba en silencio. No un silencio vacío, sino uno de esos que se construyen con memoria. Domingo Faustino Sarmiento observaba con atención cada detalle de la casa de Grand Bourg. Había esperado encontrar mapas, sables, retratos de batallas. Encontró, en cambio, sobriedad. Y un perro.
—Señor Sarmiento —dijo José de San Martín, con voz calma—, antes de continuar nuestra conversación, debo atender un asunto grave de disciplina militar.
El sanjuanino levantó la vista, intrigado.
—¿Disciplina… militar?
San Martín señaló con su bastón al animal que dormitaba junto a la pared.
—Ese soldado —continuó— ha incurrido en una falta imperdonable: deserción sin causa justificada durante cinco días y sus noches. En campaña, eso se paga caro.
Sarmiento sonrió con cautela. No estaba seguro de estar ante una broma o ante uno de esos rituales íntimos que los viejos generales se permiten cuando ya no deben rendir cuentas a nadie.
El perro se llamaba Guayaquil. Había llegado a la vida del Libertador luego de la célebre entrevista con Simón Bolívar en 1822. Regalo de aquella ciudad ecuatoriana cargada de historia y misterio, el animal había acompañado a San Martín por Chile, Mendoza, Buenos Aires y Europa. Había visto exilios, silencios y derrotas políticas. Nunca preguntó nada.
—Usted será testigo del juicio —anunció el general.
Con solemnidad exagerada, San Martín comenzó a enumerar los cargos, citando reglamentos inexistentes con una seriedad que rozaba lo teatral. Guayaquil escuchaba atento, como si entendiera cada palabra.
—¿Tiene algo que decir en su defensa? —preguntó finalmente.
El perro no respondió.
—Silencio culpable —sentenció San Martín—. El tribunal declara culpable al acusado.
Sarmiento contuvo la risa.
—La pena —prosiguió el general— es el fusilamiento inmediato.
San Martín caminó hacia el fondo del patio. Guayaquil lo siguió sin dudar. Se detuvo. Se sentó. Esperó.
El bastón del Libertador se alzó como un arma imaginaria.
—¡Apunte… fuego!
Guayaquil cayó de costado, rígido, con una precisión digna de un veterano de guerra. Muerto. Perfectamente muerto.
Un segundo después, San Martín bajó el bastón.
—Puede levantarse, soldado.
El perro saltó de inmediato, vivo, orgulloso, con la cola en alto. Sarmiento no pudo evitar aplaudir.
—General —dijo—, ¿por qué hace esto?
San Martín lo miró con una mezcla de ironía y cansancio antiguo.
—Porque los hombres solemos tomarnos demasiado en serio. Y porque después de liberar medio continente, uno aprende que la autoridad sin humanidad se vuelve tiranía.
Guayaquil murió muchos años después, de viejo. Fue enterrado en los jardines de Grand Bourg. El propio San Martín escribió en su lápida, sin épica ni bronce:
“Aquí duerme Guayaquil.”
Y tal vez allí repose también una verdad más profunda:que los grandes hombres, los verdaderos, siempre amaron a los perros.
No por sentimentalismo, sino por respeto. Porque el perro no ambiciona poder, no traiciona ideales ni pide gloria. Acompaña. Permanece. Comparte el silencio. San Martín, que había visto huir ejércitos y caer imperios, sabía que la lealtad más firme no siempre camina sobre dos piernas. Por eso Guayaquil no fue una anécdota ni un entretenimiento: fue un camarada. Uno de los pocos que no lo abandonó jamás.
Post data:Este relato es un cuento inventado por el autor, pero que —como toda buena historia— factiblemente tiene mucho de verdad.


