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Sembrar el futuro: de la tierra al mar, la nueva frontera de la agricultura


Imagina el amanecer en un campo: el rocío sobre las hojas, el canto lejano de un ave, el silencio roto solo por el golpe firme de una azada entrando en la tierra. Todo empieza con una semilla. Un puñado de tierra, un rayo de sol, una gota de agua. Ese instante humilde, repetido desde hace diez mil años, sostiene la vida de la humanidad entera. Y, sin embargo, pocas veces pensamos en él.


La historia de la humanidad no comenzó en las ciudades ni en los templos, sino en los surcos. Cuando el trigo se domesticó en Mesopotamia, el arroz en Asia y el maíz en América, el ser humano dejó de vagar y empezó a quedarse. Nació la aldea, la muralla, el calendario, la escritura… porque alguien, antes, había sembrado.


La Revolución Neolítica no solo cambió cómo nos alimentábamos: cambió cómo pensábamos. El ciclo de las estaciones enseñó previsión. Los excedentes agrícolas permitieron que algunos dejaran el campo para dedicarse a oficios, artes y ciencias. El arado fue más que una herramienta: fue una llave que abrió la civilización.


Durante siglos, quien controló la tierra controló el destino de pueblos enteros. Egipto no fue potencia por sus ejércitos, sino por el Nilo. Roma expandió fronteras no solo por gloria, sino para asegurarse granos desde Sicilia, Hispania o Egipto. En la Edad Moderna, la colonización también se hizo por cultivos: azúcar, algodón, café, cacao. Ayer y hoy, la agricultura ha sido arma y escudo en la geopolítica mundial.


A mediados del siglo XX, la población mundial creció como nunca. Entre 1960 y 2000 pasamos de 3.000 a más de 6.000 millones de personas. La respuesta fue la Revolución Verde: semillas híbridas, fertilizantes, pesticidas, mecanización e irrigación masiva. Según la FAO, este avance salvó de la hambruna a más de mil millones de personas. Pero el éxito tuvo un precio: degradación del suelo, contaminación de aguas y pérdida de biodiversidad. El reto actual ya no es producir más a cualquier costo, sino producir de forma sostenible.


Hoy vivimos una nueva revolución. La agricultura de precisión integra sensores y Big Data que miden humedad, pH y nutrientes en tiempo real; drones y satélites que detectan plagas y optimizan insumos; inteligencia artificial que predice rendimientos y ajusta siembras; robótica que siembra, riega y cosecha sin intervención humana; y bioingeniería que desarrolla cultivos resistentes a sequías, salinidad y temperaturas extremas.


A todo esto se suma un horizonte que apenas comenzamos a explorar: el sembrado de los mares. Algas, fitoplancton y otras especies marinas cultivadas en estructuras flotantes podrían convertirse en una fuente esencial de alimento, biocombustibles y materia prima industrial. En la costa de Galicia, por ejemplo, cooperativas marinas producen toneladas de algas comestibles que abastecen a Europa y Asia. La acuicultura regenerativa no solo produce, sino que captura carbono y mejora la salud de los ecosistemas marinos.


En la provincia de Misiones, pequeños productores usan aplicaciones móviles para calcular la dosis exacta de fertilizante. En Países Bajos, granjas verticales producen toneladas de verduras en edificios, usando un 95% menos de agua. En Israel, el riego por goteo convierte desiertos en huertas.


Sin embargo, la tecnología trae un reto: no dejar atrás al pequeño agricultor que no puede pagarla. La brecha digital rural puede convertirse en una nueva forma de exclusión.


La FAO advierte que para 2050 el 60% de la población mundial vivirá bajo estrés hídrico. El agua será el recurso más crítico, y su gestión definirá qué regiones prosperan y cuáles colapsan. El suelo, por su parte, se degrada a tal ritmo que el IPCC advierte: perdemos 24.000 millones de toneladas de tierra fértil al año. Restaurar suelos será tan importante como sembrar. La rotación de cultivos, la agroforestería y los abonos orgánicos volverán a ser protagonistas, no por nostalgia, sino por necesidad.


Sequías prolongadas, lluvias torrenciales, plagas que se desplazan a nuevas latitudes: el cambio climático ya está alterando la agricultura. En Mendoza, viñedos centenarios ajustan fechas de vendimia por el aumento de temperatura. En África, cultivos tradicionales migran cientos de kilómetros hacia el sur.


La agricultura también es parte del problema: genera cerca del 25% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Cambiar hacia prácticas regenerativas y captura de carbono en suelos es clave para mitigar su propio impacto.


La pandemia de COVID-19 mostró la fragilidad de las cadenas de suministro. Países con abundante tierra fértil importaban alimentos básicos. La soberanía alimentaria —producir lo que se consume— dejó de ser un concepto político para convertirse en una prioridad estratégica. No se trata de cerrarse al comercio, sino de no depender de barcos y fronteras para comer.


El agricultor que viene será un híbrido: guardián de la tradición, custodia de semillas heredadas y saberes milenarios; usuario de alta tecnología, obligado a medir y optimizar cada recurso; gestor ambiental, consciente de que su tarea impacta en ecosistemas enteros; y emprendedor global, capaz de vender en mercados internacionales sin abandonar su tierra.


En Salta, un productor de pimientos negocia por videoconferencia con compradores en Japón. En Jujuy, comunidades originarias combinan terrazas incas con paneles solares. El futuro no será un campo sin gente: será un campo con gente que sabe.


En la próxima comida que tengas delante, mira tu plato. Cada grano de arroz, cada hoja de lechuga, cada gota de aceite es fruto de un pacto milenario entre el hombre y la naturaleza. Si rompemos ese pacto, no habrá cosecha que nos salve.


La verdadera riqueza del siglo XXI no será el petróleo ni los minerales: será la capacidad de producir alimentos sanos, suficientes y sostenibles. Esa riqueza no se mide en bolsas de valores, sino en hectáreas vivas, en ríos limpios y en manos que siembran.


Cuidar la agricultura es cuidarnos a nosotros mismos. Porque el futuro no se escribe con tinta… se siembra. Por eso, la próxima vez que votes, compres o siembres, recuerda: cada decisión cuenta, y la agricultura nos pertenece a todos.


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