Sexo y escándalo a la romana: diez curiosidades que harían sonrojar al mismísimo César
- Roberto Arnaiz
- 30 jul
- 4 Min. de lectura
¡A ver, señores y señoras de la moral bien planchada y el rosario en la mesita de luz! Dejen el té con galletitas, apaguen la serie de moda y lean esto con la boca abierta y el alma escandalizada. Porque si pensaban que la antigua Roma era todo columnas corintias, discursos de Cicerón y togas al viento, les aviso: eso era apenas el decorado. En el fondo, lo que se cocinaba bajo las losas de mármol era puro fuego, carne, sudor y secretos. Una orgía de normas torcidas y pasiones impuestas. Bienvenidos al cabaret de la historia. Roma no inventó el pecado... solo lo reglamentó con toga y sello oficial.
En Roma, el escándalo no era el acto: era que te agarraran En Roma, lo prohibido no era el acto, sino el chisme. Un senador podía hacer de todo puertas adentro, pero si un esclavo abría la boca… no pasaba nada. Ahora, si hablaba un ciudadano respetado, agarrate. La moral era selectiva y el honor tenía precio. Lo importante era no quedar escrachado. El resto, se arreglaba con silencio o monedas. Dos mil años después, seguimos más pendientes del rumor que del hecho.
Roma no creía en etiquetas, sólo en jerarquías ¿Hetero? ¿Homo? ¿Bi? Para los romanos eso era palabrerío inútil. El asunto era quién mandaba. Si un hombre tenía el control, nadie le preguntaba con quién compartía la cama. Lo demás era cuestión de estilo. Para las mujeres, en cambio, la libertad dependía del apellido. Las nobles debían fingir pudor; las extranjeras, libertas o esclavas, ya estaban fuera del tablero de la moral oficial.
La virginidad masculina era un escándalo Un joven virgen era un problema doméstico, casi un motivo de vergüenza familiar. El padre se encargaba de llevarlo a “despuntar el vicio” en algún lugar discreto. Lo importante era formar hombres decididos… incluso antes de afeitarse. Nada más peligroso que un varón sin estrenar: podía crecer sin saber mandar.
Ser dominado era perder el honor El romano debía mandar en todo: en la guerra, en el foro y también en el lecho. Que lo acusaran de haber perdido el control en la intimidad era peor que un discurso mal pronunciado. A Julio César casi lo condenan por eso en su juventud. Y ni hablar de usar la boca para fines… alternativos: en Roma, la oratoria era sagrada, y mezclarla con otras actividades era una falta de respeto al propio Imperio. La palabra era sagrada. El placer, sospechoso. Y el equilibrio entre ambos, un arte para pocos.
Los esclavos eran de uso múltiple Un esclavo en Roma no era una persona: era una posesión. Se lo usaba para barrer, cocinar… y también para entretener. Pero ojo: los ciudadanos no debían dejarse llevar por el placer de quienes estaban debajo suyo en la escala social. La regla era clara: el amo recibe, el esclavo sirve. Así se mantenía la jerarquía. Todo lo demás, escándalo garantizado. Eran parte del mobiliario, pero respiraban. Y eso incomodaba.
Tabernas con menú completo Las tabernas romanas ofrecían algo más que vino y aceitunas. Las camareras —casi siempre esclavas o mujeres sin recursos— también formaban parte del “servicio”. El dueño del local no vendía solo comida, vendía cuerpos. Y si la necesidad apretaba, hasta podía incluir a sus propias hijas. Así funcionaba el negocio: con hambre en el estómago y resignación en la mirada. La dignidad era un lujo para pocos; el resto servía vino… y cuerpo.
El color del cabello delataba el oficio Las trabajadoras del placer no usaban cartel, usaban tinte. Cabellos naranja, rojo, azul. Ropas ligeras, fáciles de quitar. En Roma, el cuerpo hablaba antes que la palabra. El aspecto visual era una declaración de pertenencia, un código que todos entendían sin necesidad de pronunciar una sílaba. Los colores y las telas no eran elecciones caprichosas, sino símbolos reglamentados que definían qué lugar se ocupaba en la sociedad. La identidad no se construía solo con actos, sino con formas, pigmentos y costuras. Era una escenografía viva, en la que cada quien actuaba su papel según lo que llevaba puesto… o lo que dejaba ver. Una dama respetable se cubría hasta los tobillos. Ellas, en cambio, debían ser visibles. El anonimato era un lujo que no podían permitirse.
El precio de un encuentro era… bajo En Roma, el deseo tenía tarifa mínima. Un par de monedas —a veces menos que una copa de vino— bastaban para una visita rápida. No había romance ni ilusión: solo necesidad. Y si alguien soñaba con ascender en la vida desde esa esquina del mundo, mejor que se despertara. Solo unas pocas, las meretrices educadas, lograban cambiar sábanas por influencia… aunque jamás serían tratadas como “damas”. Y mientras tanto, el Imperio hablaba de moral con la boca llena… de uvas.
El arte podía ser subido de tono… y decorativo No se escondían imágenes. Al contrario: se las ponía en las paredes. Mosaicos, lámparas, estatuas. Roma no reprimía el deseo, lo celebraba con mármol y colores. El cuerpo era arte y el placer, parte de la vida. Venus no pedía permiso, pedía espacio. Eso sí: todo tenía su contexto. Lo que era elegante en una villa de Pompeya, podía ser de mal gusto en el Senado.
La juventud no era barrera para el poder La diferencia de edad era vista como símbolo de dominio. Un ciudadano mayor podía tener aprendices que también cumplían funciones… personales. Era parte del sistema. El matrimonio era para la descendencia. El afecto, si existía, era opcional. Lo que importaba era mantener la posición. Y a veces, esa posición se sostenía a fuerza de silencio.
Epílogo entre columnas rotas Roma no era solo mármol y laureles: era también sombra en los pasillos, cicatriz en la piel del imperio. Y como todo lo que fue humano, sigue dejando huellas en lo que somos. Porque aunque cambien los nombres y las ropas, muchas máscaras de poder y deseo siguen repitiendo el guion de siempre. Porque la historia no es museo: es espejo. Roma cayó, sí. Pero algunos de sus espejos siguen colgados en nuestros pasillos.






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