Túpac Katari: el grito desgarrado de los Andes
- Roberto Arnaiz
- 29 sept
- 6 Min. de lectura
No lo busque en las estatuas de mármol ni en las páginas pulidas de los manuales escolares. Allí encontrará apenas una sombra domesticada, una figura dibujada con pinceles tibios. Pero Túpac Katari no fue tibio, ni sombra, ni estatua. Fue volcán, desgarro, hambre y sangre. Fue Julián Apaza Nina, hijo de los Andes y de la miseria, levantado por el odio contra un mundo que le había robado hasta la respiración. Fue el eco de un pueblo que prefirió morir descuartizado antes que seguir doblando la espalda en las minas y en las chacras de los encomenderos.
El historiador boliviano Tristán Marof escribió: “Katari es el nombre maldito que la Audiencia de Charcas quiso borrar y que hoy ilumina a los pueblos originarios como bandera de dignidad”. Y el argentino Tulio Halperín Donghi lo señala en sus estudios sobre las rebeliones andinas como “la más vasta insurrección popular del Alto Perú antes de la independencia criolla”. Lo cierto es que en 1781, mientras en el resto del continente se mascullaban conspiraciones ilustradas, los Andes ya ardían.
Huérfano, pobre hasta la vergüenza, criado en los rincones de las parroquias como monaguillo y campanero. Así comenzó la vida de aquel muchacho nacido en 1750 en Ayo Ayo, en la provincia de Sica Sica. Ni siquiera el consuelo de la nobleza indígena lo acompañaba. No era curaca ni descendiente de reyes incas: era, apenas, un peón de mina.
En las galerías de San Cristóbal, Oruro, cargando mineral como una bestia, vio el infierno. El padre jesuita Francisco Javier Echeverría dejó en sus notas que los mineros indígenas “no conocían el sol más que en el trayecto de la cárcel al socavón”. Katari no necesitó que nadie se lo contara: el látigo, la tos seca de los mineros, los cuerpos que se quebraban sin entierro digno, le bastaron para entender que vivir bajo el yugo español era vivir con la muerte como almohada.
De esas entrañas salió con una certeza: había que rebelarse. No con discursos de salón, sino con fuego, machete y pedrada. El niño pobre se estaba convirtiendo en Katari, la serpiente alada.
Dejó la mina y se hizo trajínante. Viajaba con mulas, vendía coca, maíz, lana. Pero lo más importante que cargaba no era la mercancía: era el oído. Escuchaba. Anotaba en su memoria el hartazgo de los originarios, la rabia de los mestizos, la humillación de los cholos. En La Paz, el escribano Esteban de Loza lo describió con desprecio: “indio de muy inferior calidad, feo de rostro, contrahecho de piernas y manos”. No entendió que esa fealdad era la cara visible de un odio colectivo.
Cuando decidió alzarse, no lo hizo con un puñado de hombres: levantó cuarenta mil. Era 1781. Y aquel Julián Apaza, convertido en Túpac Katari, llevaba sobre los hombros no solo un ejército, sino la memoria de siglos de servidumbre. El nombre era símbolo. Túpac, por el Inca ejecutado en Cuzco en 1572. Katari, por Tomás Katari, cacique de Chayanta asesinado por los corregidores en 1780. Era la unión del linaje sagrado y de la rebeldía plebeya.
En marzo de 1781 los cerros que rodean La Paz se llenaron de fogatas. Durante más de cien días, la ciudad fue una cárcel sitiada. Cuarenta mil originarios habían cercado las calles empinadas. Nadie entraba, nadie salía. La estrategia era simple y brutal: dejar que la ciudad se devorara a sí misma. El cronista español José Joaquín de Mora escribió: “los vecinos se alimentaban con cuero hervido, con carne de perro, con ratas, mientras los sitiadores encendían hogueras en los cerros y tocaban pututus que resonaban como trompetas del infierno”. Niños famélicos, mujeres implorando, cadáveres apilados en las calles. Y arriba, en los cerros, las fogatas encendidas como estrellas malditas.
Pero los sitiadores también sufrían: frío de la puna, hambre en las noches, falta de municiones. Allí se vio el temple de Bartolina Sisa, que mantuvo la disciplina de los ejércitos y organizó campamentos enteros, distribuyendo alimentos, cuidando heridos, levantando barricadas. Allí se oyó la voz de Gregoria Apaza arengando a los hombres, recordándoles que si caían, sus hijos volverían al tributo y al látigo. Sin ellas, la rebelión hubiera sido apenas un relámpago. Con ellas, fue tormenta. José Santos Vargas escribió en sus memorias que “las capitanas de pollera daban tanto aliento como los más bravos soldados”.
Los oidores españoles lo veían con terror. El virrey Agustín de Jáuregui escribió al rey Carlos III: “Conviene cortar de raíz esta semilla, que fermenta con el nombre de Katari”. No hablaba de un hombre, hablaba de un virus social que se expandía por todo el Altiplano.
El hambre no perdona. Tampoco las divisiones. En junio de 1781, el ejército de Ignacio Flores rompió el primer sitio. Katari insistió en agosto con un nuevo asedio, y por otros tres meses La Paz volvió a ser una tumba cercada. Pero ahora debía compartir el mando con Andrés Túpac Amaru, de linaje incaico. Y allí apareció el viejo fantasma: la nobleza contra la plebe. El descendiente del Inca no toleraba que un “indio común” lo igualara en autoridad. Esa grieta fue letal. El historiador boliviano Carlos Mesa señala: “La rebelión perdió fuerza no por el hambre de la ciudad, sino por el hambre de poder entre sus líderes”. El 17 de octubre, el ejército español de José de Reseguín rompió definitivamente el sitio. El virrey ofreció amnistía. Miles aceptaron. Katari no. Él siguió. Porque sabía que la rendición era volver al látigo y al tributo.
Hasta que la traición lo alcanzó. El 9 de noviembre de 1781, fue entregado en Peñas por aliados que lo vendieron por miedo o conveniencia.
El tribunal colonial, presidido por Francisco Tadeo Díez de Medina, lo condenó al descuartizamiento. El documento original rezaba: “Ni al rey ni al Estado conviene quede semilla ni raza de todo Tupaj Amaru y Katari, por el mucho ruido e impresión que este maldito nombre ha hecho en los naturales”.
El 15 de noviembre de 1781, en la plaza de Peñas, la escena fue de espanto. La multitud fue obligada a mirar. Los caballos estaban inquietos. Los soldados tensaban las riendas. Katari, amarrado, esperaba. Un silencio pesado. De pronto, los látigos azotaron. Los caballos tiraron en direcciones opuestas. El cuerpo resistió. Crujió. Se desgarró. Gritos. Sangre. El hombre convertido en espectáculo. Su cabeza fue exhibida en La Paz, primero en la plaza mayor y luego en el cerro Killi Killi. Su brazo derecho enviado a Ayo Ayo, el izquierdo a Achacachi, la pierna derecha a Chulumani, la izquierda a Caquiaviri. El terror viajaba con sus restos como cartas macabras.
Dicen que antes de morir murmuró: “Volveré y seré millones”. Los documentos de la época registran apenas súplicas de arrepentimiento. Pero el escritor aimara Fausto Reinaga en los años 70 le adjudicó la frase y la convirtió en profecía. Y la profecía se cumplió. Volvió en cada levantamiento indígena, en cada sindicato minero, en cada marcha de mujeres aimaras en el siglo XX. Volvió en la figura de Evo Morales en 2006, cuando juró como presidente levantando la wiphala. Volvió porque no se mata una idea con caballos.
Bartolina Sisa fue capturada en julio de 1781. La arrastraron por las calles, la golpearon, la colgaron en septiembre de 1782. Sus pechos fueron cortados, su cuerpo descuartizado. Gregoria Apaza corrió igual destino. El historiador Luis Antezana dice: “El ciclo Katari-Sisa-Apaza demuestra que la rebelión no fue obra de un caudillo, sino de un pueblo en armas donde las mujeres tuvieron papel decisivo”. Ellas no fueron sombras, fueron columnas del levantamiento.
La Audiencia creyó haber extinguido el fuego. Pero como dijo René Zavaleta Mercado: “Katari es un muerto insurrecto, un cadáver que camina en la memoria de los pueblos”. Su hijo Anselmo murió niño, sí. Pero su nombre ya era semilla. Y la semilla germinó una y otra vez, en Sorata, en Chayanta, en cada rebelión campesina.
Katari es más que un caudillo aimara. Es el espejo que devuelve una imagen incómoda: América Latina como continente construido sobre cadáveres originarios. En 1781, mientras los criollos de Buenos Aires discutían comercio libre y los ilustrados de Caracas leían a Rousseau, en el Altiplano los pueblos se jugaban la vida entera. Herbert Klein, historiador norteamericano, lo resume: “La rebelión de 1781 fue el mayor levantamiento indígena desde la conquista, y demostró que el virreinato no era invulnerable”.
Hoy su rostro aparece en billetes de 200 bolivianos, en monumentos, en el satélite TKSAT-1. Los mismos poderes que lo descuartizaron ahora lo blanquean como héroe oficial.
Pero Katari no fue estampita ni estatua. Fue hambre, fue furia, fue contradicción. Fue hombre de carne, con errores y crueldades, pero con una dignidad que prefirió la muerte al sometimiento.
Y su sombra sigue caminando. Porque descuartizaron un cuerpo, pero no una idea.
Lo mataron para que nadie lo recordara. Y sin embargo, en cada fogón andino, en cada marcha de polleras, Katari sigue respirando. Lo mataron una vez, pero millones lo resucitan cada día.






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