¿USTED SABÍA QUE DURANTE QUINCE AÑOS FLAMEÓ LA BANDERA INGLESA EN USHUAIA?
- Roberto Arnaiz
- 15 nov
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No es un rumor, ni una exageración patriótica, ni un secreto diplomático enterrado en los archivos. Es un hecho áspero, frío como el viento del Beagle, y tan real como el hielo que corta la piel: Ushuaia nació bajo una bandera inglesa. Durante quince años completos, el extremo sur del continente mostró al mundo los colores del imperio más poderoso del siglo XIX, mientras la Argentina —joven, dispersa, exhausta— apenas lograba sostenerse después de décadas de guerras civiles.
Esa imagen, una Union Jack flameando sola en el fin del mundo, no es una anécdota menor: es el recordatorio más brutal de lo que ocurre cuando un país no está presente en su propio territorio. Quince inviernos, quince veranos, quince otoños de viento salado donde el único símbolo visible era la Union Jack.
Corría 1869. Londres era un imperio que hacía crujir el planeta con su maquinaria naval. Y en ese mismo año, la Church of England decidió extender su sombra hacia el sur del continente: nombró como primer obispo de las Islas Malvinas a un misionero tenaz, Waite Stirling. Él entendió el mensaje: si Dios tenía una sucursal en el Atlántico Sur, también había que instalar una presencia permanente en los confines de la Patagonia. Así llegó al Canal Beagle, en una goleta inglesa que parecía más un suspiro que un barco. En sus diarios, hoy conservados en archivos británicos, Stirling anotaba: “La misión debe preceder al orden de las naciones”. Palabras elegantes para no decir lo obvio: la religión abría la puerta, y detrás avanzaba el imperio.
Traía Biblias, mantas ásperas, jabón, agujas, clavos y una certeza de hierro: la civilización debía hablar inglés. Los yámanas —esos navegantes del hielo, dueños de una sabiduría milenaria, junto con los selk’nam y los haush, pueblos originarios que habían domado ese territorio durante siglos— —esos navegantes del hielo, dueños de una sabiduría milenaria— lo miraban desconfiados. Él los observaba como si fuesen criaturas salvajes necesitadas de salvación. Fue sobre un claro desolado, donde sólo el viento dictaba órdenes, que clavó la primera estaca de madera. La misión anglicana nacía. Y como todo imperio que se respeta, antes que levantar una capilla o una mesa, levantó un mástil.
La bandera inglesa subió lenta, cortando el aire patagónico. Nadie la detuvo. No había guarnición argentina, no había prefectura, no había Estado. La Argentina de 1869 era un país joven, frágil, endeudado, todavía tratando de cerrar sus guerras internas. La Patagonia seguía siendo un mapa en blanco donde las potencias cazaban oportunidades como lobos en una noche larga.
Mientras Stirling rezaba en inglés, daba clases y escribía cartas al obispado, los barcos ingleses entraban y salían del Beagle como dueños silenciosos. Para los yámanas, la bandera era un trapo extraño; para los ingleses, era un acto político. Así comenzaba la presencia británica permanente más austral del continente.
Pero esta historia no se entiende sin el contexto brutal de aquellos años. Porque no era sólo una misión inocente. Era parte de un engranaje mayor. En Londres circulaban informes diplomáticos que mencionaban la Patagonia como territorio "disponible". Chile avanzaba desde el Pacífico, Francia tanteaba la posibilidad de una base científica, y Estados Unidos ya había llegado hasta la costa de Santa Cruz con sus balleneros. En ese juego de sombras, la misión de Stirling era una pieza estratégica.
Entre 1869 y 1884, la Union Jack flameó con descaro. Quince años enteros. Y para colmo, Inglaterra no se conformó sólo con Ushuaia. También agitó su bandera en otros rincones de la Patagonia: en San Julián, donde instaló estaciones de apoyo a balleneros; en Puerto Egmont y toda la región malvinera desde 1833; en caletas remotas donde sus barcos de exploración dejaban señales de soberanía. Incluso llegó a amenazar a la joven Argentina en los años previos a la Campaña del Desierto: “Si ustedes no controlan a los pueblos indígenas, lo haremos nosotros”. No era sólo un aviso: era un colmillo mostrando intención.
Y así, entre el humo de sus fogones y los rezos anglicanos, Ushuaia crecía como un injerto extraño. Las familias yámanas se debatían entre aceptar el abrigo y rechazar el sometimiento. Stirling anotaba cada gesto, cada mirada, cada bautismo forzado. Sus cartas describen un paisaje que lo desbordaba: el hielo que cortaba la piel, la soledad que abría la cabeza, la impotencia de un imperio tratando de dominar una tierra que no se dejaba.
Pero todo imperio, incluso el inglés, tiene su invierno. Y ese invierno llegó en forma de un teniente de la Armada Argentina. El país, después de cerrar guerras internas, después de construir ferrocarriles, después de organizar su Estado, volvió la mirada hacia el sur. El gobierno de Roca ordenó una presencia efectiva en Tierra del Fuego. No era un capricho: o llegábamos nosotros, o llegaría otro.
Fue en 1884 cuando el Comodoro Augusto Lasserre recibió la orden de instalar una subprefectura argentina en Ushuaia. Lo escoltaba un puñado de marineros curtidos y un mástil que venía a corregir quince años de ausencia. Stirling —aunque ya lejos, reemplazado por su estructura misionera— había dejado una huella profunda.
La escena del arriado de la bandera inglesa merece contarse con la crudeza que merece. El viento polar soplaba como si quisiera quebrar las quillas. Los yámanas observaban en silencio. El oficial argentino tiró del cordel. La Union Jack descendió en un temblor de tela y orgullo. No hubo gritos. No hubo proclamas. Sólo el sonido áspero de la lona arrugada por el hielo.
Un marinero, con los dedos entumecidos, levantó la bandera argentina. El celeste y blanco se desplegó como un suspiro que llevaba décadas esperando. El viento, que no entiende de diplomacias, la tomó con fuerza. Por primera vez en la historia, el extremo sur del continente volvía a tener dueño.
Ahí terminó la misión inglesa como símbolo de soberanía. La Iglesia anglicana permaneció, sí, como misión religiosa. Pero la política cambió de manos.
Y sin embargo, esa historia queda escondida. Se habla de Malvinas, se habla de 1833, se habla del colonialismo británico. Pero pocos recuerdan que la bandera inglesa flameó en Ushuaia durante quince años, sin resistencia, sin diplomacia, sin audiencia. Flameó porque pudo. Flameó porque no llegamos a tiempo.
Por eso Ushuaia, aunque hermosa, tiene una historia que arde. Es una ciudad nacida entre la cruz inglesa, el silencio indígena y la llegada tardía de la Patria.
Pero también es una advertencia. Una que deberíamos repetir como una lección aprendida a golpes:
Donde la Argentina no está, otros vienen. Y clavan su bandera.
Tal vez por eso, cuando uno mira el mástil de Ushuaia hoy, con el viento golpeando el celeste y blanco, hay algo que se siente distinto. Como si la historia murmurara, entre los témpanos y el mar:
“Esta vez, no llegamos tarde.”


